
Las luchas por la igualdad de las mujeres han adoptado muchas formas, pero pocas reflejan con tanta crudeza las desigualdades estructurales como el caso de las mujeres migrantes. Mientras en ciertos círculos académicos y políticos se debaten cuestiones como el acceso a posiciones de liderazgo o las brechas salariales, millones de mujeres en tránsito enfrentan desafíos mucho más inmediatos: la precariedad, la violencia y la incertidumbre sobre su futuro. Muchas han dejado sus países de origen huyendo de la pobreza, la violencia o la falta de oportunidades, solo para encontrarse en territorios donde su vulnerabilidad se multiplica. Sin redes de apoyo ni reconocimiento legal, quedan atrapadas en un sistema que las invisibiliza y, en muchos casos, las explota.
Esta situación no solo responde a factores económicos o legales, sino a una exclusión mucho más profunda: la de no poder hacer oír su propia voz en los espacios donde se deciden las políticas que las afectan. En su mayoría, estas mujeres carecen de ciudadanía en los países de destino, lo que limita drásticamente sus derechos y su capacidad de exigir cambios. Su lucha no se da en foros internacionales ni en debates sobre políticas de equidad, sino en la clandestinidad del trabajo informal, bajo la constante amenaza de deportación o en condiciones de explotación dentro de sus propias comunidades. Su opresión se da en múltiples niveles: por su género, por su estatus migratorio y, en muchos casos, por su origen étnico.
Más allá de la desigualdad material, el problema fundamental es político. Estas mujeres no solo tienen acceso limitado a derechos básicos, sino que, en términos prácticos, ni siquiera pueden reclamarlos. Como ha señalado Seyla Benhabib (2004), el modelo tradicional de ciudadanía las excluye de facto: al no ser parte del demos político del país receptor, quedan fuera de las estructuras de representación y decisión. Esta condición no es accidental, sino un reflejo de lo que Hannah Arendt denominó la “paradoja de los derechos humanos”: los más vulnerables son, precisamente, aquellos que no tienen acceso a los mecanismos para hacer valer sus derechos.
Si bien resulta difícil precisar cifras exactas, los datos disponibles permiten esbozar la magnitud del fenómeno. En 2020, había aproximadamente 281 millones de migrantes internacionales, lo que equivale al 3.6% de la población mundial (Organización Internacional para las Migraciones [OIM], 2022). En América, el 51% de la población migrante es femenina, mientras que en México, las mujeres adultas representan el 25% de los migrantes en situación irregular (OIM, 2022). Sin embargo, estas estadísticas solo ofrecen una aproximación. Muchas mujeres quedan fuera de los registros debido a su condición de indocumentadas o al hecho de que caen en redes de trata, donde cualquier forma de denuncia resulta prácticamente imposible.
En este contexto, la verdadera lucha por la igualdad no puede reducirse a quienes ya tienen acceso a las herramientas necesarias para exigir derechos. Las mujeres que cuentan con ciudadanía, educación superior y presencia en espacios de decisión deben asumir la responsabilidad de visibilizar la realidad de quienes ni siquiera pueden formular una demanda de justicia. Como ha señalado Christina Hoff Sommers (2008), el feminismo no debería concentrarse en debates marginales en sociedades donde ya se han conquistado derechos fundamentales, sino en aquellas mujeres que enfrentan opresión extrema. Aunque sus conclusiones generales sobre el feminismo contemporáneo pueden ser discutibles, su llamado a priorizar la situación de las mujeres más vulnerables es un recordatorio de que la lucha por la equidad no puede desvincularse de las realidades materiales.
Ejemplos de esta exclusión abundan en todo el mundo. En la frontera entre México y Estados Unidos, miles de mujeres quedan atrapadas en albergues, son víctimas de trata o se ven obligadas a aceptar condiciones de trabajo degradantes. Se estima que, entre 2002 y 2022, 207,000 personas fueron víctimas de tráfico humano, muchas de ellas mujeres (OIM, 2022). En Europa, la crisis de refugiados ha evidenciado la explotación sistemática de mujeres migrantes en sectores como el trabajo doméstico y la agricultura, donde no tienen derechos laborales ni protección alguna. En Medio Oriente, muchas migrantes asiáticas y africanas se encuentran en situaciones de servidumbre moderna, atrapadas en sistemas que les impiden salir de los países donde han sido llevadas con falsas promesas de empleo.
Algunos defienden la soberanía estatal como un derecho exclusivo de cada país para decidir su política migratoria. Sin embargo, esta noción entra en conflicto con el principio fundamental de los derechos humanos y con la creciente interdependencia global. Como argumenta Benhabib (2004), la soberanía no puede concebirse como un derecho absoluto e inmutable, sino que debe ser repensada en términos de fronteras porosas, en las que los Estados, aunque mantengan cierto control, no puedan ignorar la protección de los derechos humanos de los migrantes.
Este problema no es menor. Si el feminismo aspira a ser un movimiento verdaderamente inclusivo, no puede concentrarse únicamente en quienes ya han conquistado derechos en ciertas regiones del mundo. La igualdad de género no puede formularse como un principio abstracto que pase por alto las diferencias materiales y contextuales entre mujeres de distintas condiciones. La lucha por la equidad debe empezar por quienes no pueden siquiera ser reconocidas como sujetas de derechos. No basta con que la situación de las mujeres migrantes se mencione de forma secundaria en los debates sobre feminismo; su realidad debe ocupar un lugar central en la agenda política y social.
Referencias
Benhabib, S. (2004). The Rights of Others: Aliens, Residents, and Citizens. Cambridge University Press.
Hoff Sommers, C. (2008). What’s Wrong and What’s Right with Contemporary Feminism?. American Enterprise Institute.
Organización Internacional para las Migraciones (OIM). (2022). World Migration Report 2022. https://publications.iom.int/books/world-migration-report-2022