
Soñar es una tarea poco utilitaria en el capitalismo. Juanito, el más pequeño de una familia que llega con dificultades a fin de mes tiene, a menudo, problemas para conciliar el sueño. Le aquejan las incertidumbres y los temores propios de su edad. Por las noches, contempla taciturno la lampara que refleja dinosaurios en el techo. Desvelado y sudoroso da vueltas interminables en su cama. A unos pasos de allí, traspasando el umbral de otra de las puertas de un modesto apartamento, el padre de Juanito va también de un lado a otro de la cama. No consigue dormir, le aquejan presiones laborales. Tiene también problemas de deudas. No hay pronóstico favorable de que el sueño llegue pronto.
¿Qué comparten padre e hijo en esa noche inhóspita y cargada de ideas que no llevan a nada? ¿Será una grave anomalía el que ninguno de los dos consiga soñar? A ambos se les cuela la impaciencia del no poder dormir. Les ocurre desde hace ya varios meses. Así como sucede con Juanito y su padre, según estadísticas de la UNAM, el 45% de los mexicanos padecen de insomnio.
Es probable que, hace algunas décadas, el sueño circulara en otras lógicas. No obstante, los sueños en nuestra era conllevan un costo elevado pues son una actividad poco explotable. Se convierten en una experiencia inconseguible a causa de los ritmos de vida. Las personas de hoy en día duermen poco y sueñan mucho menos. Soñar y dormir no son la misma cosa, lo primero es creación y lo segundo un acto ciertamente mecánico.
El soñar tiene más relación con el capitalismo de la que podría imaginarse. De hecho, el capital nos ha robado poco a poco la capacidad de hacerlo. Ese es uno de sus grandes logros. Ha transformado el sueño por el objetivo mecanizado del dormir para seguir funcionando y soñar despierto. Desde hace ya algunas décadas, el uso de píldoras para poder dormir se ha incrementado de un modo estrepitoso. Dormir anestesiado implica una mayor eficacia que padecer la duermevela. No es una casualidad. Las sociedades suelen esclavizarse, según el ensayista Laurent de Sutter, con variadas anestesias para evitar la incertidumbre del vivir y, en efecto, del soñar.
Los sueños, esas historias incoherentes y disparatadas, recuerdan la singularidad de cada sujeto que va más allá de su realidad y confrontan con el desconocimiento. No fue sino hasta la llegada de Sigmund Freud que los sueños cobraron otro estatuto analítico en la historia humana. Para el inventor del psicoanálisis, los sueños reflejan no solo imágenes sino un arduo trabajo de condensación y de desplazamiento no capitalizable. Trabajar cuando soñamos muestra que no descansamos nunca. Freud recuerda que el soñar hace permanecer en la actividad y no en la mera explotación. Un movimiento concreto que se anula con la idea abstracta de descansar para poder trabajar en la enajenación del día a día en los espacios laborales.
Soñar concentra la diferencia disfuncional en medio de la exigencia práctica del capitalismo. En su justa irrupción es una diferencia inventora y tajante. Soñar es un acto complejo que no deja bien colocada a la certidumbre de nuestra falsa estabilidad. Es poco frecuente que un sujeto salga bien librado de un sueño. El sueño es, en ocasiones, una inconsistencia inaceptable y conflictiva y por ello justamente la rechazamos. Soñamos para tropezarnos con el deseo y lo que no soportamos en la realidad diurna. Soñamos poco por el temor capitalizado de descubrirnos como personas deseantes. Quizás por ello les prestamos tan poca atención y preferimos esos sueños diurnos que embelesan la miseria de la acumulación y el estilo de las formas culturales cooptadas por el capital. Soñamos despiertos para comprar y consumirnos.
Los sueños diurnos son propios del alcance capitalista. Soñar despierto hace que el padre de Juanito imagine una paternidad respetuosa desde claves ideológico-económicas, acordando con el pequeño el sabor del cereal, las próximas vacaciones o el juguete que se elegirá el día de mañana en el supermercado, incrementando sus deudas. El sueño diurno es el reflejo directo de poseer y el rechazo efectivo de la pérdida. A diferencia del engaño del soñar despierto, el soñar cuando se duerme es una trama que alimenta la sorpresa. Enaltece la belleza de lo irracional rechazando la institucionalización abstracta.
Asiduamente, el soñar expresa la imposibilidad de controlarnos. Los pequeños alcances de los sueños desemparejan las exigencias del mundo regular. Tal vez por ello, el capital nos ha sustraído parte de los sueños. Ese desfalco, producto del funcionalismo cotidiano, es el reflejo de la incapacidad de imaginar otra salida más allá del dinero y la riqueza. Cuando despertamos, si logramos dar de bruces con el sueño, distorsionamos prácticamente toda la consistencia esencial del mismo para seguir atesorando fantasías. Pese a la imaginería de la diferencia del sueño, nuestra ficción consciente en el capital asume la vana certidumbre de la fantasía.
El robo del sueño a manos del capital somete la existencia subjetiva al costoso decoro de la rentabilidad de la explotación de la eficiencia diurna y la acumulación de pensamientos. El sueño, que en otro tiempo permitía cierta libertad del deseo, queda casi enteramente reducido al deber ser del capital. Pese a todo, a veces la gente sueña por la noche lo que no sueña en vigilia, sueña que vuela, que se le caen los dientes, que pasa la vergüenza de ser descubierto o que simplemente pierde esto o aquello. El sueño, en efecto, nos conecta con el acto sublime de perder para desear. En la vigilia todo se acumula, en el sueño casi todo se pierde, incluso hasta el sentido. El capital roba el resto diurno que nos queda de aquello que perdimos al soñar y, por eso mismo, no puede arrebatarnos completamente el sueño. Si llegó hasta aquí, le deseo buena noche. ¡Sueñe mucho! Tal vez despierte con un coraje incontenible en contra del sistema que le tiene así.
1. Profesor Investigador UAM-Xochimilco.