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Desde la peste negra hasta la COVID-19, los microorganismos patógenos han confrontado a la humanidad, dejando huella en nuestra historia como enemigos microscópicos despiadados.

Cuando los microorganismos declaran la guerra

Plaga. La plaga de Florencia, 1348, un grabado del siglo XIX de Luigi SabatelliCredit.

A lo largo de nuestro paso en la Tierra, hemos enfrentado batallas silenciosas pero devastadoras contra enemigos microscópicos —virus, bacterias y parásitos, por mencionar algunos—, cuyo impacto ha moldeado el destino de civilizaciones. Estos patógenos, sigilosos pero implacables, no solo han cobrado incontables vidas, sino que también han redefinido economías, culturas e incluso el curso de la historia.

Uno de los primeros episodios y más dramáticos ocurrió en el siglo XIV, debido a un enemigo letal que llegó a Europa: Yersinia pestis, la bacteria causante de la peste negra. Navegando probablemente desde Asia Central a través de rutas comerciales y transportada por pulgas que infestaban a las ratas, esta enfermedad desencadenó una de las pandemias más mortales de la historia. Entre 1347 y 1351, mató aproximadamente a 200 millones de personas, eliminando hasta el 60% de la población europea. Las consecuencias fueron tan brutales que sacudieron las bases de la civilización medieval, transformando sectores como el financiero, el social y el espiritual, y alterando para siempre la manera en que se forjaba la vida.

Siglos después, otro patógeno demostró su poder destructivo al convertirse en un arma biológica “involuntaria”. Cuando los conquistadores europeos llegaron a América en el siglo XVI, trajeron consigo un virus desconocido para los pueblos indígenas: la viruela. Sin memoria inmunológica contra este, el resultado fue catastrófico: se estima que el 90% de la población nativa murió, no por las armas españolas, sino por este virus despiadado, siendo el mejor aliado de la conquista. Afortunadamente, en 1980, la viruela fue erradicada definitivamente gracias a una intensa campaña de vacunación. Sin embargo, a lo largo de su historia, esta enfermedad dejó un saldo devastador: se calcula que solo en el siglo XX causó la muerte de hasta 300 millones de personas, y que en sus últimos cien años de circulación acabó con la vida de cerca de 500 millones.

Adentrándose el siglo XX, un nuevo virus de la influenza, conocido como gripe española, mermó la población moderna. A pesar de su nombre, no empezó en España, sino probablemente en Estados Unidos, y se propagó rápidamente gracias a los movimientos de tropas durante la Primera Guerra Mundial. Pero como los países en guerra censuraban las noticias, España —neutral en el conflicto— fue la única que reportó los casos abiertamente, dando lugar al nombre. Con una mortalidad estimada en 50 millones, esta cepa del virus de la influenza — sí, el mismo tipo H1N1 que resurgió en 2009— resultó especialmente letal al atacar de forma fulminante a adultos jóvenes sanos, llevándolos a la muerte en cuestión de días.

Aunque los avances médicos han permitido contener muchas enfermedades virales, otras amenazas persisten hasta nuestros días. Un ejemplo claro es la malaria —causada por el parásito Plasmodium— que continúa siendo uno de los mayores desafíos de salud global. Transmitida por mosquitos Anopheles y endémica de regiones tropicales, causa más de 600,000 muertes anuales, principalmente en zonas de África. Su persistencia nos demuestra que las desigualdades —como la pobreza y el acceso limitado a servicios de salud— favorecen la propagación de estos patógenos.

Finalmente, en 2019, el coronavirus SARS-CoV-2 causante de la COVID-19, mostró lo vulnerables que somos en un mundo interconectado. En cuestión de meses, el virus pasó de un mercado en Wuhan, China, a paralizar al planeta entero. Sin embargo, tras más de 7 millones de muertes, también quedó en evidencia nuestra capacidad de respuesta: la comunidad científica actuó con rapidez, desarrollando vacunas en tiempo récord que lograron salvar millones de vidas.

Estos ejemplos nos recuerdan que los microorganismos siguen siendo enemigos activos: mutan, se adaptan rápidamente y aprovechan tanto nuestras vulnerabilidades biológicas como las desigualdades sociales. A pesar de ello, también hemos progresado significativamente: la erradicación de la viruela, el control de la peste y la creación acelerada de vacunas contra la COVID-19 lo demuestran. Hoy sabemos que una nueva pandemia es cuestión de tiempo, no de posibilidad. La pregunta es si estaremos preparados cuando ocurra. La historia nos ha dado lecciones claras: aunque los patógenos son adversarios temibles, la capacidad humana de innovar y adaptarse también lo es. Pero para no vivir las mismas experiencias, debemos recordar y aprender del pasado. Como bien dijo George Santayana: “aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo”.

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