
El próximo miércoles 21 de mayo, a las 18 h, el colegiado Felipe Leal coordinará la mesa “Desaparecida”, del ciclo Otras arquitecturas, donde abordará cómo, tras cada construcción que ya no existe, se pierde un fragmento de memoria colectiva. A propósito de esta actividad, compartimos un fragmento del discurso de ingreso del arquitecto a El Colegio Nacional.
La ciudad es el artefacto más grande y complejo que ha creado la humanidad, es el lugar del encuentro, de la convivencia [...] Shakespeare decía: “la ciudad es la gente”, los que la habitamos la hacemos posible día a día, no es obra de uno sino de muchos, ni tampoco de un tiempo sino de diversas generaciones, la construimos no sólo en su expresión física sino en su infinita gama de relaciones humanas: las del trabajo, estudio, ir y venir cotidiano, celebración, descanso, agobio o lucha ante la inequidad, injusticia y los conflictos que la acechan día con día, la sufrimos y la gozamos, guardamos sentimientos encontrados con ella, de forma recurrente viene a mi memoria el poema “Alta traición”, de José Emilio Pacheco, añorado miembro de esta digna institución:
Alta traición
No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, montruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
—y tres o cuatro ríos.
Nací en esta ciudad, en una de sus entrañas, en el emblemático Paseo de la Reforma, en un sanatorio con el mismo nombre del paseo, cerca de la esquina con Río Guadalquivir, en la colonia Cuauhtémoc. Aquel edificio forma hoy parte del patrimonio perdido. Desde pequeño, el ambiente y aroma urbano me atrapó, mi padre me enseñó a recorrer la ciudad sin prejuicio ni estigma alguno por sus barrios y villas. Caminé por el Centro, Tepito, la colonia Morelos donde él tenía un cine del mismo nombre (Cine Morelos), pasé muchas tardes viendo películas mexicanas de la llamada Época de Oro; de Emilio el Indio Fernández, de los hermanos Soler, Joaquín Pardavé, Pedro Infante, Germán Valdés (Tin Tan), Mario Moreno Reyes (Cantinflas); más tarde de El Santo y algunas “subidas de color”, como se conocían en aquella época a los ardientes carretes donde aparecían Ana Bertha Lepe, Fanny Cano y Mauricio Garcés.
Colonias, barrios, vivencias, maestros y personajes han llenado mi acervo arquitectónico de esta urbe. Recuerdo pasajes de Tacubaya y de la colonia Condesa de mi infancia, la enigmática fortaleza de la embajada rusa, el Edificio Ermita de extraordinaria ubicación urbana (conocido en aquel entonces como “el de Canadá” por su luminoso anuncio de una marca de calzado), construcciones que me atraían a la salida de la escuela, caminaba con seguridad con mi mochila tomada de su asa por rumbos de las colonias Roma, Juárez y Mixcoac, donde tomaba el tranvía por avenida Revolución y en ocasiones, con atrevimiento, viajaba de “mosca” apoyado tan sólo en un delgado estribo de la parte posterior del tranvía, a la espera de un frenar brusco y el regaño del tranviario. Incontables vivencias de lugares, fruto de mis amistades que me condujeron a atravesar o visitar zonas y colonias, recorrerlas incesantemente ya fuese de día, de noche o de madrugada.
Me resulta imposible omitir en este paseo y periplo arquitectónico, el cual por cierto ya suma décadas, a interlocutores que a manera de un libro abierto me motivaron a descifrar la complejidad de una ciudad y sus fibras más sensibles, ofrezco un tributo a quienes me enseñaron a ver la arquitectura y entender la ciudad, desde la literatura, la vida cotidiana, el cine y la academia, a Efraín Huerta, Octavio Paz, Mario Pani, Francisco Serrano, Ramón Torres, Humberto Ricalde, Carlos Mijares; a mi padre, Juan Leal, a pensadores y creadores como Julieta Campos, Gonzalo Celorio, Fernando González Gortázar, Ricardo Legorreta, Paulina Lavista, Alejandro Rossi, Guillermo Tovar de Teresa y Juan Villoro, así como a cientos de amigos y colegas con quienes he recorrido y visitado edificios y calles sin descanso, fatigando mis piernas, mas no mis ojos ni mi entendimiento, como diría Octavio Paz. Confieso que extraño a un interlocutor insaciable y amante del arte y de la ciudad, a mi amigo Teodoro González de León, de quien aprendí mucho, sobre todo de arte, arquitectura y de la importancia de esta ciudad, extraño sus apasionadas conversaciones y agudo pensamiento. Hoy me corresponde con inmenso honor, representar a la arquitectura con la dignidad que se merece, haré lo posible por honrar su lugar y el de él, ¡enorme responsabilidad!
Y al hablar de las huellas impresas que mi memoria registra, aunado a los múltiples paisajes y sitios de México y del mundo que he tenido el placer de conocer y asimilar, aparece con fuerza, impreso como fotograma en mi mente y por sorpresa organizado cuasi de forma automática, un amplio archivo de creaciones arquitectónicas. En este recinto no puedo sino reconocer la huella del pensamiento humanista de uno de mis mentores, Max Cetto, mi maestro y tutor en el seminario de tesis, hombre sencillo, sensible, modesto de gran sabiduría, hermanado en alma, espíritu y vivencias con dos titanes, Juan O’Gorman y Mathias Goeritz, formado y heredero de Das Neue Frankfurt con Ernst May, cepa y cuna del pensamiento plástico funcional arquitectónico cargado de una peculiar vocación social, integrante del Movimiento Moderno que apostó por brindar soluciones de infraestructura social con calidad. Lo anterior sin hacer a un lado la voluntad estética; por el contrario, proponiendo nuevas soluciones técnicas constructivas y formas vanguardistas vinculadas con el bienestar urbano y doméstico espacial.
[...]
La mayor responsabilidad de la arquitectura a lo largo del tiempo ha sido dotar a las comunidades de espacios dignos para la supervivencia humana, crear edificaciones para vivir en una zona o lugar determinado, ocupar un ámbito o una construcción, propiciar y ofrecer las condiciones para un desarrollo humano sano. En síntesis: generar los espacios adecuados y bellos para habitar con dignidad. Como Luis Barragán, algunos concebimos la arquitectura como un acto sublime de la imaginación poética, persiguiendo la belleza y el bienestar humano.
Habitar la arquitectura es situarse en un umbral que permita la creación de un sinnúmero de ideas y conocimientos. Los seres humanos, al habitar en una ciudad o una villa en el campo, buscamos de cierta manera arraigarnos, y la envolvente principal de ese anhelo y necesidad es la domus, la casa, la vivienda.
La ética para el habitar
La ciudad sin duda continúa siendo el lugar más atractivo para vivir y sobrevivir. Con frecuencia hemos escuchado que las ciudades son el futuro y el recipiente mejor equipado para el desarrollo humano. La mayor parte de la población mundial habita en ciudades, en nuestro país la población urbana alcanza 78%, por ello es necesario preguntarnos: ¿cómo vive la gente?, se calcula que sólo 25% de la humanidad vive en condiciones aceptables. Las políticas urbanas no se pueden basar únicamente en las leyes del mercado, ni la vivienda puede constituir tan sólo un elemento financiero. Se trata de un derecho que al valerse deriva en una crisis ética. Ya el sociólogo estadounidense Richard Sennett ha reflexionado al respecto y retoma una metáfora de Immanuel Kant para referirse a la “humanidad como esa madera torcida de lo que nada recto puede hacerse”, y la aplica a la ciudad, llamándola una amalgama defectuosa, torcida por su diversidad. Diversidad que se genera cuando las diferencias se juntan: los migrantes y los locales, los que lo tienen todo y los que carecen de ello, los trabajadores exhaustos y los relajados ciudadanos ociosos, los jóvenes sin trabajo y los estudiantes o trabajadores estresados.
