
El doctor Vicente Quirarte señala que es una enorme satisfacción recibir el Premio Crónica en el área de Academia, con el cual han sido acreedoras personas a quienes admiro y reconozco. “Ellos han hecho importante el reconocimiento”.
Pero, además, asegura que “recibir el Premio Crónica es reconocer a mis alumnos. Igualmente reconocer mi casa, la Universidad Nacional Autónoma de México, así como a las otras corporaciones a las que pertenezco, la Academia Mexicana de la Lengua y El Colegio Nacional”. El galardón lo recibirá el 22 de octubre en una ceremonia en el Museo Nacional de Antropología.
El doctor Quirarte nos entrega este emotivo texto en el cual habla de su pasión por la lectura y la escritura, bellamente aderezado con el Hombre Araña.
Aventuras para el Hombre Araña
(Fragmento)
Vicente Quirarte
El primer enemigo del Hombre Araña fue mi padre. Ambos fueron los mejores amigos de mi infancia. No teníamos televisión pero sí muchos libros. Después sabríamos que esos objetos impresos y sin imágenes contenían potencialmente más aventuras que las salidas del aparato congregador de nuestros envidiables, afortunados vecinos en cuya casa buscábamos refugio. Debido a que mi padre anatematizaba tanto la televisión como los dibujos animados en revistas, la prohibición nos condujo a la pasión. Su trabajo, como historiador, consistía en descifrar y desmitificar la vida de los héroes. Sus hijos nos afanábamos en explorar y mitificar las vidas ejemplares de los superhéroes. Mi padre intentaba convencernos -y a veces tenía éxito- de la resistencia de José María Iglesias, la abnegación de Santos Degollado, las desventuras de la familia Juárez. Pero a nosotros nos decían más los naufragios y comentarios de un adolescente transformado por una araña radiactiva o a las dudas existenciales del abogado ciego que decide convertirse en paladín de otra clase de justicia.
Nacieron con mi infancia y no pasaba un mes sin que surgiera un superhéroe con nuevos y sorprendentes poderes. El escenario era una ciudad reconocible, Nueva York, lo cual contribuía a la verosimilitud de las historias que modificaban la rutina de mi diario camino a la escuela. La emergencia de cada nuevo superhéroe o nuevo villano era un examen al cual los lectores sometíamos a los creadores de la historia. Cuando era un acierto, el resultado se aproximaba a la hipérbole del gastrónomo Anthelme Brillat-Savarin cuando afirmaba que el descubrimiento de un nuevo platillo era tan importante como el descubrimiento de un nuevo planeta.
Con la aparición en 2002 de la película Spider Man de Sam Raimi, el joven superhéroe, a los 40 años de su nacimiento, ocupa la imaginación de nuevas generaciones, huérfanas de nuevos adalides; reaviva los años verdes de quienes crecimos bajo su poderosa inspiración.
Durante mucho tiempo intraducible a medios audiovisuales, sus personajes sólo podían moverse en el ámbito de la página. En la versión cinematográfica que Tim Burton hace de Batman, el hombre murciélago aparece con una verdadera armadura, en lugar de la convencional pijama incapaz de brindar a los superhéroes la protección necesaria contra -por lo menos- las colillas de cigarro de los barrios peligrosos por donde transitan. El mensaje subliminal era demostrar la figura humana en desnudez, acentuada por el traje ajustado. La primera aparición del Hombre Araña lo muestra físicamente como un héroe de constitución más bien débil. El paso del tiempo lo hará más duro de carácter, más neurótico y lo llevará a desarrollar una musculatura notable.
En 1963, año de la muerte de Luis Cernuda y John F. Kennedy, nació el Hombre Araña. Aunque había hecho su aparición en inglés en agosto de 1962, sólo al año siguiente llegó a México. Para los niños de mi generación, era el año de la pluma fuente y del tintero. Para mí fue además el hallazgo de que ese instrumento me permitía una comunicación distinta con el mundo. Desde que comencé a escribir e ilustrar cuentos que mi madre me compraba simbólicamente, y con ello a leer y a mirar de otra manera, algunas de mis lecturas reincidentes son los textos que hablan sobre el ejercicio de la escritura, ya sea ésta como una actividad intelectual, ya como el mero placer estético de transformar en signos el pensamiento de los hombres. A diferencia de otras actividades, la escritura es un ejercicio constantemente amenazado por el fantasma de la esterilidad. Esa esterilidad, esa forma de muerte, condujo a Virginia Woolf el rechazo a sufrir las humillaciones de la locura la llevó a ahogarse por su propia voluntad. Leer y escribir son dos formas de construcción de la conciencia, pero ambas son tan satisfactorias como peligrosas. Si la vida es una lucha en el flujo de la muerte, la lectura es una manera de pelear mejor y entablar con mayor efectividad ese combate.
Para la educación sentimental de los niños de mi generación, y de varias que la han antecedido o sucedido, las novelas de aventuras son alimento necesario e imprescindible para vivir otras vidas, tomar barcos por asalto desde el sillón de la casa, o abrir el ataúd del Conde Drácula desde una de las bancas de la escuela, mientras el profesor intenta explicar la importancia de un teorema o con su erudición echa a perder la épica del paso de Aníbal a través de los Alpes. Si alguna costumbre tuve desde mis primeras lecturas y creo que he mantenido a través de los años, ha sido la de leer aquello que exclusivamente va unido a la pasión y no la que la mercadotecnia literaria obliga a leer para estar al día dentro de la Feria de las Vanidades.
Tuve la fortuna y la desgracia de tener por padre a un hombre de letras. El historiador Martín Quirarte era un enamorado de los libros como objetos tipográficos y un devoto de sus contenidos. Entre todas las cosas que le debo y que nunca podré pagarle ni con la llama siempre encendida en mi memoria, se encuentra el amor por esas criaturas que tienen -como los perros de Lord Byron- todas las virtudes de sus autores y ninguno de sus defectos. Si de alguien aprendí a amar los libros fue de su devoción y su constancia. Los libros de mi padre fueron los primeros con los que tuve trato, ya fuera en la lectura solitaria, ya cuando me pedía que le ayudara a limpiarlos y acomodarlos; o algunas mañanas de domingo, cuando me disponía a bajar al patio y perder el tiempo como cualquier niño que se respete, y me llamaba para que repasáramos la lección de francés de la semana. Yo, que nunca he tenido facilidad para los idiomas, también a mi padre debo haber aprendido desde niño y como un juego un par de lenguas extranjeras, decisivas para la orientación de mis lecturas, imprescindible para leer en su idioma original al Hombre Araña. A mi padre debo el descubrimiento de la Historia, que nació inicialmente como una obligación. En 1965, en el año once de mi edad, apareció la primera edición de su libro Visión panorámica de la Historia de México. El Hombre Araña llevaba dos años de nacido, y ya para entonces enfrentaba una galería de villanos tan infame como respetable. El Duende Verde había aparecido para complicar la ya complicada vida de Peter Parker y lo confrontaba con el drama de la doble personalidad.
Durante las vacaciones decembrinas de ese año, mi padre me asignó la diaria tarea de resumir un capítulo de su libro. La tarea se convirtió en un germen maravilloso para las historias que yo inventaba a partir de lo que mi padre pacientemente había investigado y fijado. Mi visión épica de la vida, mi fervor por los héroes y los símbolos patrios vienen de aquella primera experiencia de lectura y escritura, donde sin yo saberlo, mi padre me introducía en los rudimentos de cómo elaborar una síntesis o cómo dar comienzo a una ficha temática. Decir mucho con poco era un consejo no escrito, que siempre he tratado de seguir, aunque a veces no lo cumpla. Si La Corbusier afirmaba que la arquitectura es la síntesis de las artes mayores, mi padre me enseñó que la Historia es la escritura más completa que existe, porque reúne la capacidad imaginativa del novelista, la objetividad del hombre de ciencia, la vehemencia profética y metafórica del poeta, como se han encargado de demostrarlo Jules Michelet, Edmundo O’Gorman o Fernando del Paso.
Visión panorámica de la historia de México no hubiera nacido sin la gimnasia que mi padre ejercía en el periódico Excelsior. Puntualmente, cada semana enviaba un artículo de crítica histórica que aparecía en el suplemento Diorama de la Cultura. En tiempos anteriores al fax y al correo electrónico, mis hermanos y yo éramos los encargados de llevar los artículos pulcramente mecanografiados de mi padre. El J. Jonah Jameson de Excelsior se llamaba Hero Rodríguez Toro, director del suplemento. Disfrutábamos enormemente entrar en el viejo edificio del periódico sobre el Paseo de la Reforma, hacernos parte de sus bronces y mármoles noblemente envejecidos, llegar a la oficina de don Hero, verlo con los pies sobre el escritorio y el televisor siempre encendido. Como niños, pensábamos ingenuamente que nunca trabajaba, porque, al contrario de Jameson, siempre estaba de buen humor. A la salida, con el dinero que mi padre nos daba el autobús, íbamos a las librerías de usado de la avenida Hidalgo a cazar ejemplares atrasados del Hombre Araña.
Leía al Hombre Araña y trataba de comparar su mística a la de otros héroes. Uno de los primeros libros que leí íntegramente fue una edición española en dos volúmenes del Gil Blas de Santillana de Lesage. El libro, que conservo y atesoro, es fastuoso y pesado, y lo quiero no sólo porque es el primer libro que leí de principio a fin, sino porque mi padre le compró a plazos, pagando un peso semanal al librero que lo convenció de que era un artículo tan necesario en la casa como la plancha o la licuadora. Aunque mi madre opinara lo contrario, ahora sé que el librero tenía razón. Las andanzas del muchacho narrador, las ilustraciones y la generosa interlínea de la tipografía, fueron una iniciación maravillosa a la lectura. Recuerdo que me gustaban sobre todo los capítulos donde el personaje, después de haber agotado los caminos, comía un mendrugo de pan y un trozo de queso, a veces acompañados de un poco de vino. Iba a la cocina de mi casa y tomaba lo mismo con una CocaCola en lugar de vino para compartir con mi héroe sus frugales colaciones. Luego entendí que para leer Los de abajo de Mariano Azuela, no hay mejor compañero que un caballo tequilero; un bourbon en las rocas es amigo de Dashiell Hammet y un vaso de bon vino como dijera Gonzalo de Berceo siempre ayudará a mejorar la lectura del Siglo de Oro de nuestra lengua. Mi amigo y maestro Fausto Vega recomienda una copa de Calvados para entrar a lectura de una novela de Stendahl. Para los abstemios, con todo y la obviedad de la fórmula, será más intensa la lectura de Proust si es acompañada por unas magdalenas y una taza de té.