¿Revolución o Guerra Civil?
Aquello a lo que los mexicanos llamamos Revolución Mexicana fue un conflicto armado que brotó en 1910 para extenderse luego por todo el país durante diez años, el consenso general determina que la etapa armada de la revolución culminó, efectivamente, en 1920. De 1924 en adelante, ya con Plutarco Elías Calles ataviado de presidente, en el periodo referido como “Maximato”, la confrontación adquiriría tintes más bien morales y políticos que, no obstante, obligan a algunos otros a prolongar el desarrollo de la Revolución Mexicana hasta 1940, tras terminada la gestión de Lázaro Cárdenas, o incluso en 1946, cuando México celebró la llegada de los civiles al poder, de la mano de Miguel Alemán.
La Revolución Mexicana es un tomo extremadamente complicado de abordar, mientras que algunos académicos hablan de una revolución como un proceso rápido y violento, casi explosivo, que rompe con las estructuras políticas y sociales de una nación --el arquetipo aquí sería la Revolución Francesa--, otros coinciden en que nuestra revuelta intestina tiene más bien similitudes con una Guerra Civil, un conflicto previsible, aletargado, con múltiples actores y agendas de diversa extracción u origen, cuya lucha entre sí complejiza y dilata la situación a lo largo del tiempo y que no posee un frente político o social homogéneo, a veces ni siquiera parecido. Un verdadero nudo gordiano, casi irresoluble.
Sea como fuere, llámese Revolución o Guerra Civil, el catalizador de la nuestra fue el descontento social no solo de “los de abajo”, sino también de múltiples sectores políticos y segmentos de la burguesía que ansiaban algo llamado “apertura democrática” ante la permanencia en el poder de Porfirio Díaz Mori.
De modo que, sin que se sepa si la revolución inició cuando Francisco I. Madero la propuso (la tarde del 20 de noviembre de 1910) o cuando Carmen, Aquiles y Máximo Serdán decidieron agarrarse a tiros con la policía y los federales en mero Centro Histórico de Puebla, entre el 18 y el 19 de noviembre de 1910, la Revolución Mexicana fue una lucha épica que, entre la miríada de pabellones y estandartes blandientes, se consagró a la democracia y en favor de la renegociación de diversas garantías y derechos sociales relativos al trabajo, al campo, a la educación, al usufructo de la tierra, entre otros, y que devolvió a la nación la propiedad de aguas, ríos, subsuelo, mares y montes boscosos.

Foto y siglo XX
A finales del siglo XIX el periodismo recibió el vigorizante impulso de los avances tecnológicos entorno a la fotografía y, de cara al siglo XX, el periodismo vio con asombro que, por primera vez en la historia, las noticias podrían ser contadas no solo a través de hábiles prosistas sino que una oleada de fotógrafos vendrían a reforzar la labor produciendo imágenes que narrarían los hechos descritos de forma infalible, la verdad vertida en las planas sería irrefutable a fuerza de instantáneas.

La Revolución Mexicana no fue el primer conflicto bélico del nuevo siglo en ciernes narrado gráficamente en fotografía, pero sí fue quizá el más ampliamente fotografiado de esta primera década. En otras guerras y batallas, la censura gubernamental era voraz y el hermetismo castrense difucultaba la obtención de permisos y facilidades logísticas, los fotoperiodistas encontraban muchos obstáculos para acceder al frente de batalla, más aún que sus colegas periodistas convencionales adeptos a la tinta. Incluso en la Primera Guerra Mundial, conflagración que estalló cuando la Revolución Mexicana ya rondaba el lustro de iniciada, los fotógrafos padecieron los estragos de cientos de restricciones. Aquí, la revolución se abrió completamente a la prensa, a falta de autoridades hegemónicas y bien consolidadas durante el conflicto, las fronteras adquirieron permeabilidad y cientos de fotoreporteros y periodistas, nacionales y extranjeros se colaron entre los huecos para documentar la primera revolución del siglo XX.
Casasola
Agustín Víctor Casasola se consolidó como uno de los fotógrafos más del prolíficos del primer tercio del siglo XX, no solo por la sagacidad mostrada tras el lente, sino por su visión entorno a la fotografía y por la forma en que echó mano de ésta para conformar un fondo fotográfico y documental que hoy día se mantiene como una suerte de memoria gráfica nacional.
Casasola, tipógrafo y redactor hacia 1890, fue uno de los muchos periodistas de la época que adoptaron la fotografía como medio para ilustrar sus notas y, en poco tiempo, trabajando para el El Mundo Ilustrado, semanario de El imparcial, este pionero del periodismo gráfico, se convirtió en un afamado y reputado fotoperiodista.

Al estallar la revolución, cientos de fotógrafos, periodistas y cineastas arribaron a México, la demanda de imágenes por parte de la prensa internacional creció y Agustín V. Casasola, habiéndose ya consolidado como fotógrafo de la vida política y social de México, decidió formar, en 1912 la primera agencia de fotoperiodismo mexicana, un proyecto que emprendió con su hermano, Miguel Casasola.
La agencia de información gráfica formada por los Casasola, única en su tipo en América Latina, contrató a cientos de fotógrafos de prensa mexicanos, acopió imágenes y desplegó a una pléyade de fotoreporteros por todo el país, lo que permitió una cobertura casi total de la Revolución Mexicana y de los eventos sociopolíticos posteriores a ésta.

No obstante el trabajo de la agencia de los Casasola no está exento de polémica, el fotógrafo logró reunir más de 500 mil negativos que narran la historia de México acontecida durante los primeros 30 años del siglo veinte, pues Agustín murió en 1938. Presumir que Casasola fue el autor de cada una de esas fotos sería ingenuo, la labor compilatoria de los hermanos y su calidad de exportadores de cientos de imágenes a medios internacionales diluyó la autoría de mucho de este material y sumió en el anonimato a otro tanto más de intrépidos fotógrafos.
Niño Soldado
Incontables son las imágenes recabadas en el conflicto interno mexicano entre 1910 y 1920, pero como sucede en cada evento mayor, solo una selecta serie de fotografías se convierten en icónicas y representativas. De Casasola, o de su agencia, múltiples fotos han sido reconocidas y elogiadas dado el poder narrativo que ostentan, las instantáneas que muestran a caudillos como Zapata, afincado en algún fortín de la provincia suriana, entre los suyos y en la patria chica del terruño, los retratos a la usanza imperial de don Porfirio Díaz, los trenes cargados de insurgencia y sombrerudos armados con máuseres y 30-30’s, las bestias galopantes de la División del Norte, la imagen de un abatido Carranza, Madero encatrinado, las huestes federales desparramadas en los andenes, las adelitas escuderas de la tropa, y los niños, esa dura metáfora del alcance una guerra que se sirve voraz de la carne joven e inocente.
Para 1910, cuatro de cada diez personas en México tenían entre 0 y 15 años de edad y siete de cada 10 niñas, niños y adolescentes vivían en el campo, por lo que resulta lógico suponer que gran parte de la infancia mexicana se vio trastocada por la revolución. Pese a que participaron en grandes números, no todos los niños y adolescentes arrastrados a la vorágine belicista se desempeñaron como soldados de primera línea y los mecanismos a través de los cuales se sumaron a las filas de la insurgencia, el caudillismo o bien, la oficialidad, fueron igual de diversas que sus funciones en los ejércitos. Las infancias fagocitadas por la revuelta solían asumir labores de servicio, apoyar a las mujeres en las cocinas, buscar y cargar leña, recolectar agua, dar mantenimiento a las armas, cuidar a los animales; tareas domésticas que, no obstante, podrían mutar en cualquier momento a deberes de combate tales como hacer de soldados de cornetas, espías, vigías o encargados de esconder, transportar y entregar la correspondencia de las tropas. Algunos historiadores esgrimen que sería prudente aseverar que al menos uno de cada 100 elementos de los ejércitos revolucionarios era un menor de edad.
Los menores llegaron a las armas por múltiples vías, existía el idealismo entre los pequeños y sus hermanos que se unían a las filas de los aguerridos hombres con ánimos de aventura, otras veces eran víctimas de la leva y el reclutamiento forzado, otro tanto seguramente se unía siguiendo a su madre, adelita de un padre revolucionario o atado a deudas de sangre. Las venganzas y los odios también hicieron lo suyo: cuentan de un niño que cuidaba su yunta cuando vio pasar al tropel de Villa siendo perseguido por una horda carrancista que, al pasar por el sitio, mataba vacas, guajolotes y gallinas, los crímenes de los hombres en los ejércitos obligaban a los pueblos a esconder a sus niñas en pozos de agua, en armarios, donde sea para mantenerles lejos de ser atacadas y violentadas sexualmente. Muchos niños varones fueron arrojados al maelstrom de la revolución motivados por la venganza, en defensa del honor de sus hermanas y madres, a veces también ante la condición de orfandad en la que los hombres les habían dejado.
Sea como fuere, las niñas, niños y adolescentes del neonato siglo fueron testigos directos de la guerra, sometidos igualmente que sus pares más añosos a las crudas escenas de los combates y la matanza, a los fusilamientos y a las heridas.
Una imagen, presumiblemente capturada por Agustín V. Casasola, resume y abandera la presencia infantil en la Revolución Mexicana: El Niño Soldado.

El protagonista
Esta foto tiene polémica propia, la imagen muestra a un niño de alrededor de 10 años, pertrechado con parque y fusil al hombro, ataviado con lo que parece ser un uniforme de soldado federal. Se ha dicho que la foto fue hecha entre 1913 y 1914, y algunas de las copias existentes, como aquellas radicadas en el Museum of Fine Arts, en Houston, refieren que se trata de una fotografía de estudio, producida en el taller de Casasola, ubicado alguna vez en la calle de Praga no. 16, en la colonia Juárez; no obstante, en 2005 algunos medios entrevistaron al que fuera el veterano más longevo de la Revolución Mexicana y quien presumió ser, además, el niño retratado por Casasola, se trata de Antonio Gómez Delgado, el último Dorado de Villa.
Delgado, nacido en 1900, refirió que fue reclutado por los federales de Huerta en 1910, cuando trabajaba la parcela familiar en Apatzingán. A decir del veterano, un 2 de julio fue levantado por un batallón huertista que se disponía a batallar con los Dorados de Villa en las cercanías de la Hacienda Buenavista, una refriega que duraría 72 horas y que sería la única batalla en la que Delgado combatiese en el bando federal, pues los Dorados ganaron este asalto e incorporaron la niño de diez años a sus filas. Según el Niño Soldado fue en la hacienda, tras la batalla, que observó a un hombre cargando una enorme caja que, habiendo colocado sobre un trípode, se dispuso a enfocar en su dirección; Delgado suelta su morral, sostiene a duras penas la carabina que le han dado para “matar sombrerudos” y mira altivo a quien presumiblemente es el fotógrafo Casasola.
Legado
Autor o no de todas las imágenes, las fotos agrupadas bajo el sello de los Casasola conforman hoy día la memoria gráfica de uno de los episodios más importantes en la historia de nuestro país. Documentos historiográficos que se hallan condensados, la mayoría, en la Fototeca Nacional de Pachuca.
