
Vicente Quirarte (Ciudad de México, 1954) recibió el Premio Nacional de las Artes 2024 en la categoría de Lingüística y Literatura. Para celebrar este galardón, compartimos un fragmento de su opúsculo, El fantasma de la prima Águeda (El Colegio Nacional, 2018).
“Poeta en la Rotonda”
El 12 de junio de 1963, septuagésimo quinto aniversario del nacimiento de Ramón López Velarde, sus restos fueron trasladados a la Rotonda de los Hombres Ilustres del Panteón de Dolores. ¿Qué hace un poeta al lado de otros artistas, guerreros, hombres de Estado, científicos y humanistas que engrandecen nuestro “mutilado territorio, vestido de percal y de abalorio”? Allí se encuentran también, en orden de llegada al mundo, Guillermo Prieto, Amado Nervo, Salvador Díaz Mirón, José Juan Tablada, Enrique González Martínez, Carlos Pellicer, Rosario Castellanos, forjadores de cantos que llevaron la poesía al terreno de la acción y demostraron que el discurso de las letras puede imponerse al discurso de las armas. Nos enseñaron a desconfiar de las palabras, a templarlas en un fuego inédito y devolverlas como si acabaran de nacer, prestas a resistir el paso de los años. En el instante de su muerte, López Velarde fue consagrado como poeta nacional por haber cantado con nuevo acento la intimidad de un país apenas salido de la violencia revolucionaria. “La suave patria”, poema genuinamente cívico, salva escollos y fórmulas retóricas, incluidos los declamadores menos agraciados.
Los intensos y breves 33 años de su existencia bastaron para que López Velarde se convirtiera en el poeta de su presente y en el indiscutible, siempre joven maestro del futuro. Pocos como él supieron traducir las dudas y zozobras del animal humano, pero también sus alegrías ante los simples rituales cotidianos y la incandescencia de la patria chica. Si a un poeta le basta escribir un verso perdurable para sentirse satisfecho, sus poemas de amor vulneran para siempre, y para siempre quedarán en nuestro patrimonio emotivo, en el caudal de nuestra lengua.
Los cinco últimos años de su vida transcurrieron en la ciudad donde arde su polvo enamorado. En una de sus colaboraciones sembradas en los diarios capitalinos, y donde como al azar, sin aparente esfuerzo, lograba hallazgos fulminantes, distinguió la prosa del vivir cotidiano de la poesía que eterniza al instante. Porque comprendió y demostró que el lenguaje es un sistema arterial, la Ciudad de México se halla en sus escritos con una intensidad que los oriundos de ella no podían ver frente a sus ojos. Trotacalles profesional, soñador con los ojos abiertos, sabía que cada una de las conquistas de su cuerpo y su espíritu eran para siempre. Por eso se tomaba su tiempo, todo el tiempo. No usaba reloj, y en el fondo agradecía a quienes lo despojaron del que alguna vez tuvo, durante una de sus célebres y prolongadas caminatas nocturnas. Antes que el enamorado de la novedad pasajera, escuchaba y almacenaba, acendraba y pulía para el futuro.
Durante la ceremonia que en la Rotonda tuvo lugar en 1963, el poeta José Gorostiza, que conoció personalmente al jerezano, trazó una vívida remembranza de él:
Habría que haberlo visto. Alto, no encorvado, sino derecho, con una tímida verticalidad que apuntaba a lo majestuoso, lento en el andar, acompasado y digno en los ademanes, la sonrisa encantadora, el habla cortés y recatada, y los traicioneros ojos oscuros que, oscilando entre la mera vivacidad y la franca picardía, parecían subrayar todo lo que calaba su lengua. Era un vigoroso ejemplar de virilidad y nada había en su figura que hubiese podido proporcionar el menor indicio de la angustia que lo desgarraba.
Poeta sobre los otros seres que fue a lo largo de su breve estancia en la Tierra, sinceramente pudoroso, supo orientar las dos alas de su ángel para librar la lucha íntima que su poesía permite vislumbrar sólo por instantes. El homenaje que le rendimos demuestra que tuvo la visión y el coraje para vivir “él solo la vida de su raza”, pero sus hijos indirectos nos reconocemos en sus elevaciones y caídas.
La noche del 14 de junio de 1988, víspera del centenario de su natalicio, un grupo de escritores llegamos en peregrinación a la ciudad de Jerez. Nos recibieron las enlutadas viudas del poeta bajo una lluvia tan fina como incesante. Antes que impedir nuestra marcha, el agua del cielo nos acompañó en el recorrido por una ciudad que en ese instante era el territorio más emotivo de México. Al cuello nos fue colgado un pequeño jarro, constantemente abastecido con mezcal de Huitzila. Su transparente lumbre nos permitió resistir pacientemente las horas que mediaban hasta la una de la mañana en que se echaron a vuelo las campanas de todos los templos para celebrar la llegada al mundo de un poeta que sólo nace cada siglo.
Aquel despuntar del 15 de junio es una de las experiencias por las cuales vale la pena haber vivido. La gente de Jerez, las autoridades de Zacatecas, cada leal campanero cumplieron con su parte para que el son del corazón fuera unánime y todos sintiéramos que la palabra de un poeta es capaz de conjurar ángeles y demonios para asentar en nuestro dominio sólo aquéllos capaces de salvarnos, aunque antes tengamos que perdernos.
En una de las numerosas lecturas que se han hecho de la vida y la escritura de nuestro poeta, Alí Chumacero escribió un texto titulado “Ramón López Velarde, el hombre solo”. El jerezano fue el primero que en nuestra modernidad descubrió la condición de estar separado del mundo, de “vivir la formidable vida de todas y de todos” y existir como el tigre, célibe y en una jaula impuesta por su propia voluntad. Nadie estuvo tan solo como López Velarde. Nadie tan acompañado como él. Nadie ha resistido mejor el paso de los años. Como Franz Kafka en Praga, Fernando Pessoa en Lisboa, escritores de almas tan paralelas a la de Ramón, nuestro poeta está ligado íntimamente al cielo cruel y la tierra colorada que lo vieron nacer [...] Sin embargo, a pesar de nuevas lecturas y propuestas, un poeta como él no se agota ni es agotado. Pocos lo han expresado mejor que José Luis Martínez, quien al principio de la edición centenaria de 1988 escribió:
A cien años del nacimiento de Ramón López Velarde, su obra es un legado cada vez más vivo y entrañable, cada vez más rico y persuasivo. Unos podrán amarla por el aroma que cautivó de la provincia y por esa esencia del México más hondo que nos revela; otros por su cálido apoyo al prestigio y a la magia de la mujer [...] otros por su don verbal, por su raro sentido para crear, con las viejas palabras, mundos recién nacidos, constelados de reflejos e intenciones; mas, por cualquier camino que lleguemos a ella, en México coincidimos, caso excepcional en este país de inconformes, en el gusto por la poesía y la prosa de Ramón López Velarde.
La poesía no sirve si no modifica al menos el corazón de un hombre, si no vence la resistencia de la mujer a la que se ama, si no transforma la voluntad del poderoso. La historia de México lo demuestra una y otra vez, desde Guillermo Prieto hasta Rubén Bonifaz Nuño. Entonces como ahora, los valientes no asesinan, y si los cobardes persisten en hacerlo, inscriben en una lápida colectiva: “Me sobrevivo en vela, mereciendo que al corazón me apunten al matarme”. El poeta no cambia estructuras, pero sí es la autoridad moral que clava su flecha en el corazón del lenguaje, recupera su dignidad inicial y es el primero en reconocerse mendigo sideral, réproba llama, cazador furtivo.