
No creo en Dios. No es una declaración de guerra ni una postura filosófica. Es un dato de mi biografía, como tener vértebras o no saber silbar.
Simplemente no está en mí. No tengo esa antena, esa conexión subterránea, ese código que permite a algunos dialogar con lo invisible sin parecer que hablan solos.
Y, sin embargo, hace un tiempo estuve en Jerusalén. Había viajado para una reunión del consejo directivo de la Federación Internacional de Ajedrez. Terminadas las sesiones y con unas horas libres antes del vuelo de regreso, me dispuse a salir del hotel para visitar la ciudad que, dicen, concentra más historia por metro cuadrado que ningún otro lugar en la Tierra.
Decidí ir a la Iglesia del Santo Sepulcro. No por fe, sino por curiosidad morosa. Una especie de turismo emocional, como quien visita un sitio arqueológico del alma ajena. El edificio me recibió con la solemnidad que adoptan los lugares que han visto más lágrimas que sol. Todo allí parece estar encima de algo: una iglesia sobre otra iglesia, siglos apilados con nerviosismo.
En el centro, el Edículo. Ese pequeño templete que contiene, dicen, la tumba de Jesús.
UNA ESPECIE DE SUSURRO SIN BOCA
No hay milagros. No hay relámpagos interiores. Pero hay una densidad en el aire que no se puede explicar sin sonar místico. Una especie de susurro sin boca. Una acumulación de anhelos humanos que se adhiere a las paredes como humedad emocional.
Entré. Miré. No supe si cerrar los ojos o mantenerlos abiertos. Estuve un minuto, o una eternidad breve. No creí en nada, pero algo en mí dejó de hablar. Y no fue silencio: fue suspensión. Como si mi incredulidad hubiera hecho una pausa para escuchar.
NADIE SALÍA IGUAL QUE COMO ENTRÓ
Al salir, me dediqué a observar a los otros. Algunos lloraban. Otros reían. Algunos salían más livianos, como si hubieran dejado algo dentro: una pena, una carta, una versión cansada de sí mismos. Nadie salía igual que como entró. Ni siquiera yo.
Y entonces pensé: qué extraño arte es ese de creer. Qué mecánica sutil del alma. No lo entiendo, pero no puedo dejar de mirar. Como quien ve a alguien levitar y, aunque sepa que es un truco, se queda con la duda de si algo flotó de verdad.
Esta Semana Santa, mientras unos peregrinan y otros se asolean, yo recuerdo esa tumba. Recuerdo que, incluso sin creer, hay sitios que te hacen callar sin ordenarlo. Espacios donde uno no sabe a quién le habla, pero siente que hay que decir algo, aunque sea con los ojos.
UNA SOMBRA TIBIA EN MEDIO DEL RUIDO
Tal vez eso también sea una forma de fe: no la certeza, sino la necesidad de que el mundo tenga una rendija por donde respirar. Un espacio que no se entiende, pero que consuela. Una sombra tibia en medio del ruido.
Soy ateo, sí. Pero a veces —muy a veces— me descubro deseando que el mundo no se agote en lo que se ve. Que exista un pliegue, una esquina secreta donde las preguntas no esperen respuesta, pero al menos encuentren eco.
Quizá por eso fui hasta Jerusalén. No a buscar a Dios, sino a comprobar que, incluso sin Él, el misterio no se ha ido.
Solo se ha quedado callado. Como todo lo que importa