
El atleta que nadie observa
La industria del deporte sigue empeñada en vendernos que el atleta es ese prodigio de fibra y disciplina que parece pariente lejano de los dioses.Pero uno sale a la calle y descubre la verdad que nadie admite: los verdaderos atletas están fuera de catálogo, entrenan sin querer y compiten porque la vida se pone exquisitamente difícil.
Ahí van: corredores que no corren por salud, sino porque el camión decidió no frenar; marchistas sin medalla que avanzan entre puestos, baches y prisa ajena; cargadores que no levantan pesas, sino la biografía entera de su familia en bolsas del súper.Todos ellos ejecutando, sin saberlo, una rutina más dura que la de cualquier gimnasio que presume música ambiental y toallas limpias.
La ironía es deliciosa:al deportista se le celebra el esfuerzo; al ciudadano se le factura.Y se espera que no se queje, que no tiemble, que no haga ruido, como si su cuerpo fuera mero trámite entre un punto y otro de la ciudad.
El atleta profesional busca superarse;el atleta común busca no ser triturado por la coreografía urbana.Uno compite por vocación; el otro, porque el país no le preguntó si quería participar.
Y sin embargo, en esa gimnasia involuntaria hay una grandeza brutal: persistencia a granel, terquedad luminosa, dignidad en horario continuo.
LA BIOGRAFÍA MOTRIZ DEL DÍA COMÚN
Si filmáramos a cualquier habitante de esta ciudad desde que despierta, obtendríamos un documental que haría llorar a cualquier preparador físico: subir escaleras infinitas, bajar otras tantas, cargar objetos que no sabíamos que podían pesar tanto, esquivar vehículos que parecen convencidos de que los peatones son hologramas.
Esta es la biografía motriz del mexicano común: un tratado de biomecánica forzada.La ciencia habla de actividad aeróbica o anaeróbica, pero aquí opera otra categoría más honesta:actividad física por imposición del destino, un programa de entrenamiento diseñado por el azar y la negligencia urbana.
La ciudad inventa ejercicios imposibles para cualquier app de fitness: el salto de la coladera mortal, el equilibrio sobre banquetas que exigen fe más que técnica, el sprint para cruzar antes de que un coche interprete la vida como videojuego, el slalom entre vendedores que aparecen con la misma rapidez que los problemas.
Y mientras tanto, nadie lo llama entrenamiento.Pero el cuerpo sí lo llama por su nombre: supervivencia estilizada.Un músculo que se fortalece no para el maratón… sino para el trayecto al trabajo.
LA ÉPICA INVISIBLE DEL QUE LLEGA A CASA
En un país que presume medallas como si las hubiera entrenado, la épica real sucede fuera del estadio.No hay público para quien caminó kilómetros porque el transporte lo dejó plantado; no hay himno para quien cargó bolsas porque nadie más lo iba a hacer; no hay ceremonia de premiación para quien atravesó la ciudad y regresó sin perder, del todo, la cordura.
Pero ahí está la hazaña cotidiana: llegar vivo, llegar entero, llegar todavía uno mismo. Ese es el récord nacional que nadie documenta.
Mientras las autoridades prometen bienestar a través del deporte, la realidad ofrece su versión descarnada: ya entrenamos todos, pero entrenamos contra el país, no dentro de él. Somos una nación donde el cuerpo se mueve no por libertad, sino por obligación; donde el esfuerzo no es elección, sino trámite obligatorio; donde la motricidad es un acto civil, casi burocrático.
Y aun así, el cuerpo insiste.Se mueve como quien desobedece en silencio.Resiste como quien sabe que rendirse sería una cortesía excesiva.
Por eso, la teoría del atleta común no aspira a metáfora: aspira a epitafio urbano.Pero también a homenaje.Porque en un mundo que idolatra excepciones, existe una multitud que cada día, sin testigos ni aplausos, convierte la jornada en una victoria privada.
El atleta común no busca fama: busca seguir existiendo mañana.Y en ese intento, modesto, ácido, terco, revela el secreto más político del cuerpo: que incluso exhausto, todavía sabe avanzar.