En los últimos años, el narcotráfico ha dejado de ser únicamente un tema de denuncia para convertirse también en objeto de fascinación en el arte y la literatura. Esta transformación ha abierto un intenso debate sobre los límites de la representación y los riesgos de la romantización.
Recientemente, la novela Sinaloa, de la autora madrileña Stefanny Kennels, se volvió tendencia en BookTok, donde generó controversia por su tratamiento del narcotráfico. Publicada por Entre Libros Editorial, la obra cuenta la historia de Alanna Caley, una agente que, tras asesinar al segundo al mando del Cártel de Sinaloa, se convierte en blanco de la organización. La aparición del inspector Maverick transforma el curso de su vida, en una trama que se supone se desarrolla como un romance, sin embargo, en redes se ha hecho la especulación de que se trata de un romance oscuro con el jefe del cartel.
Aunque este tipo de narrativas ya son comunes en la llamada “romántica mafiosa”, muchos creadores de contenido han manifestado su preocupación ante lo que consideran una romantización abierta de la violencia, el crimen organizado y la narcocultura, presentando al narcotraficante como un héroe atormentado, capaz de amar intensamente.
Este fenómeno no es nuevo. La narcocultura ha penetrado profundamente en diversas expresiones artísticas: música, danza, cine y, más recientemente, en la literatura popular, muchas veces convirtiendo a los capos en figuras míticas. El problema, señalan críticos y analistas, no es solo que estas obras reflejen una realidad, sino que la glorifican y trivializan, convirtiendo el horror en estética y el delito en romance.
Sin embargo, existen también autores que han abordado el tema del narcotráfico desde una óptica crítica, profunda y literaria, exponiendo las consecuencias humanas, sociales y psicológicas de esta violencia. Algunas obras destacadas en esta línea son:
“Las tierras arrasadas” – Emiliano Monge
Esta novela, considerada una de las más impactantes de la literatura mexicana contemporánea, retrata el viaje de dos traficantes de personas a través de una región fronteriza devastada por la violencia. Lo que a primera vista parece una historia de crimen, se transforma en una reflexión brutal sobre la deshumanización, la impunidad y la pérdida de sentido moral. Monge construye un paisaje desolador, no solo físico, sino ético. La narración se fragmenta, se vuelve feroz, poética y desesperada, con ecos de Faulkner y Cormac McCarthy, haciendo que el lector transite por una experiencia tan incómoda como necesaria.
“El ruido de las cosas al caer” – Juan Gabriel Vásquez
Ganadora del Premio Alfaguara de Novela, esta obra colombiana se aleja del retrato directo del narcotráfico y apuesta por un enfoque introspectivo y emocional. El protagonista, Antonio Yammara, reconstruye su vida a partir de un encuentro casual que lo conecta con los traumas de los años más violentos del narcotráfico en Colombia. Vásquez no glorifica la figura del narco; por el contrario, explora el miedo, la pérdida y las secuelas psicológicas que deja la violencia sistémica. Es una novela sobre la memoria, la culpa y el precio invisible que pagan quienes sobreviven.
“Balas de plata” – Élmer Mendoza
Con esta novela, Mendoza inaugura la saga del detective Zurdo Mendieta y se consolida como uno de los padres de la narcoliteratura mexicana. Ambientada en Sinaloa, epicentro del narcotráfico en México, la historia mezcla la novela negra con el lenguaje popular y un realismo sucio que se aleja del glamour. Mendoza retrata la corrupción institucional, la confusión moral de los policías y la omnipresencia del narco en la vida cotidiana. Su estilo rápido, lleno de giros idiomáticos y diálogos sin filtros, logra construir un retrato verosímil y desolador de una sociedad atrapada entre la ley y la impunidad.
“Fiesta en la madriguera” – Juan Pablo Villalobos
Narrada desde la perspectiva de Tochtli, un niño obsesionado con tener un hipopótamo, esta novela ofrece una visión satírica y profundamente perturbadora de la vida al interior de un palacio narco. A través de la mirada inocente del niño, Villalobos retrata el absurdo de la violencia, el encierro, la paranoia y el poder sin límites. El humor negro es la vía para mostrar la crudeza del entorno, en el que los juguetes conviven con las armas y la ternura con la amenaza. Lejos de romantizar, esta obra denuncia desde lo grotesco y revela cómo incluso la infancia puede ser colonizada por la narcocultura.
Estas novelas, lejos de glorificar el mundo del crimen organizado, lo descomponen desde lo literario y lo ético. Frente a una tendencia creciente a estetizar la violencia y romantizar la figura del narco, estas obras invitan a la reflexión, al malestar y al cuestionamiento.