Jalisco

Don Ubaldo no era músico ni escritor, pero influyó en mi proclividad hacia esas artes; tampoco era zurdo pero hizo de mí alguien que utiliza ambos pies al tocar y pegarle a la pelota; malito, pero ambidiestro, pues…

¿Y también le pegas con la zurda? Una crónica del Día del padre

La unidad deportiva "Canaán" en la actualidad; al fondo, el templo de La Luz del Mundo
A Ubaldo González Navarro (1939-2023)

Hace mucho, mucho tiempo, yo creo que unos cuarenta y seis o o cuarenta y siete años, mi papá, don Ubaldo, me preguntó si cuando jugaba futbol también utilizaba la pierna izquierda para patear el balón.

–¿Y también le pegas con la zurda? –recuerdo que me cuestionó muy serio.

Eeee, este… con la zurda me acomodo la pelota y con la derecha le pego…

Sin dejar el gesto adusto en su cara, él me explicó que a pesar de que la mayoría de las personas nacemos con la característica de tener más habilidad en cierto brazo o pierna, mediante la práctica se puede lograr ser ambidiestro.

-Cada que puedas dale a la bola con la izquierda y vas a ver que con el tiempo podrás usar los dos pies- fue lo que me recomendó.

Yo siempre fui muy malo para el futbol. Aunque era de mis tres actividades favoritas, casi pasiones, de la infancia-adolescencia, junto con la música y la lectura de notas policiacas –que con el tiempo derivó esta última en la redacción periodística y la crónica- ese deporte fue la única en la que claudiqué. Ni cuerpo, ni fuerza, ni velocidad, ni estatura; nomás no se me dio.

En aquellos tiempos, 1979 o 1980, los muchachillos de la Calle Gustavo Baz, en la Unidad Miguel Hidalgo, del lejano oriente de Guadalajara, “La colonia de La Copa”, organizamos un equipo de futbol para participar en una liga infantil sabatina, cuyos partidos se disputaban en “La Canaán”, una unidad deportiva conocida así por la calle en donde se encuentra, muy cerca del templo sede internacional de La Iglesia de La Luz del Mundo, cuyas rúas de los alrededores tienen nombres de ciudades bíblicas.

El papá de Memo y Quiqui Orozco, dos vecinos de mi cuadra, dueño de un próspero taller de reparación de clutchs y frenos, patrocinó al equipo y se encargó de que corrieran por su cuenta, las cuotas para la liga y las playeras, medias y shorts. Así nació el “Servicio Memo”, la única oncena en donde milité y que cuando mucho, duró uno o dos torneos. El uniforme, me acuerdo bien, era playera amarilla, casi fosforescente, pantalón corto en color negro y las medias mezcladas en ambos tonos. A mí me tocó el número 13 en los dorsales y me gustaba porque era el que alguna vez usó el chileno Osvaldo Castro “Pata Bendita”, quien alineó en El Jalisco y otros clubes mexicanos, aunque yo le he ido siempre a las Chivas.

¡GOOOOOOL!

Ahí jugué de defensa y a veces, las menos, de extremo, sabrá Dios por qué. Y en todo el tiempo que jugamos, metí un solo gol. Fue un encuentro en contra del Hermosa Provincia, integrado por puros chamacos medio vagos que pertenecían a la susodicha religión. El momento de mi unigénita anotación ha permanecido indeleble durante casi cuatro décadas y un lustro en el anaquel de mi memoria.

Yo estaba de delantero y venía por el centro, en los linderos del área grande; alguien, yo creo que fue Nicolás Muro, que era como nuestro Messi Región 4, filtró un pase raso, en diagonal, hacia donde yo estaba sin ninguna marca y en cuanto vi que me quedaría cerca el balón pensé en tirar de primera intención hacia la portería, de pierna derecha.

Pero el esférico se iba escurriendo y tuve que pegarle con la zurda (ya había estado practicando durante meses el consejo de don Ubaldo); el balón se anidó en el ángulo inferior izquierdo, sin ninguna oportunidad para el portero del equipo contrario, quien, muy presente lo tengo yo, se llama Job y a veces que me lo encuentro en la calle en una motito, he tenido la tentación de pararlo y preguntarle si así se llama y si jugaba en “El Hermosa Provincia”, nomás pa’ ensanchar mi ego.

El partido de ese sábado terminó 2-2 (Quiqui Orozco, que era igual de malito que yo, metió el otro gol), sin embargo, lo ganamos “en la mesa”, porque los del Hermosa Provincia no completaban el cuadro y metieron cachirules.

Recuerdo el festejo de mi anotación; un cosquilleo en el estómago, un gran desahogo, el puño en alto, algo como cuando Kevin Arnold, el de Los años maravillosos, monta en algarabía luego de batear un jonrón, o como el día de la presentación de mi libro o cuando me anunciaron que empezaría a recibir el pago de mi jubilación por la plaza de Director de Comunicación Social de la Procuraduría de Justicia del Estado o como cuando toqué el requinto de La Bikina en el Patio Mayor del Instituto Cabañas, ante no sé cuántas personas –eran cientos o quizá mil-, siendo parte del grupo de música de Los Belenes, allá en mi época de bachiller.

Gran parte de ese júbilo –y de esos otros- fueron posibles gracias a la influencia de don Ubaldo, quien luego del consejo de patear de zurda, un año o dos después me llevó una guitarra vieja –regalo de un amigo suyo-, y me compró un método para que yo me enseñara a tocarla.

Y gracias a que aprendí a tocarla ingresé a un coro de iglesia, y alguien de ese coro me invitó a trabajar en la Procuraduría y después de 21 años salí de la “Procu” e ingresé a una banda de rock para tocar el bajo eléctrico y con lo que ganaba ahí (y sigo ganando) estuve completando mis ingresos mientras continuaba cotizando (durante ocho años y siete meses) para lograr la jubilación.

OMNIPRESENCIA

Por aquel tiempo cuando tendría unos 13 años y aprendía guitarra, Ubaldo llegó un día con una máquina de escribir Smith-Corona, color verde militar, a la que yo empecé a aporrear en un principio de manera anárquica y después con técnica, porque en la secundaria y en las áreas administrativas de la prepa cursé mecanografía, una materia cuyo aprendizaje –nunca lo imaginé- me ha acompañado el resto de la vida.

Máquina Smith-Corona, como la que aporreaba cuando estudiaba la secundaria

Y en 1992, cuando ingresé a Comunicación Social de la Procuraduría –porque sabía redactar y escribir a máquina, según me dijo Andrew Puebla, el señor del coro de San Ildefonso que me invitó a trabajar en esa oficina, en donde él se encargaba de hacer la síntesis de periódicos a base de recortes pegados en hojas bond- y aunque la idea era que cubriera al chofer en sus periodos de vacaciones de Semana Santa y Navidad, me pusieron a redactar boletines de prensa: “haz de cuenta que escribes una noticia policiaca del periódico”, les gustó cómo los hice, gracias a que don Ubaldo desde que yo era niño se preocupó de que en casa nunca faltara el diario –en una época El Informador, en alguna otra, El Occidental-, por lo que me curtí en las lides de la nota roja.

Don Ubaldo no era músico ni escritor, era carpintero, pero influyó en mi proclividad hacia esas artes; tampoco era zurdo –aunque me imagino que también le daba al balón con ambas piernas- e hizo de mí alguien que utiliza los dos pies al controlar y pegarle a la pelota; malito, pero ambidiestro, pues.

Por cierto, nunca supe que Ubaldo fuera a verme jugar; según yo, a la hora de los partidos él se iba a trabajar al taller que junto con mi abuelo tenía en la Calle Degollado, entre Madero y López Cotilla, en el Centro de Guadalajara. Por eso me sorprendió el hecho de que a pocos días de aquella única anotación mía (debió haber sido como en 1980) me narró la forma en que conseguí ese gol de zurda.

Hoy que se ha ido sí lo extraño, pero es mucho más grande el impulso que me legó en los diferentes ámbitos a los que me dedico, que el hueco de su partida se llena –hasta desbordarse- con su influencia y enseñanzas. Sí me hace falta, pero no percibo el vacío, lo siento omnipresente, siempre al lado o quizás a poca distancia, como el día que atestiguó, sin que yo lo viera a él, mi gol pateado de zurda.

BONUS TRACK

La madrugada del domingo 13 de abril de 2025, después de haberme quedado dormido frente al televisor de la sala de mi casa, me despertaron un dolor intenso en el empeine y los gritos de Emma, mi esposa: “¡Lino, deja de patear la bici!”

Al tomar conciencia de lo que sucedía, me di cuenta que recostado desde el sofá le tiré dos puntapiés a la bicicleta fija que está muy cerca, porque soñaba que me peleaba con un sujeto cincuentón, de pelo caniento, de barba descuidada y con cachucha de beisbolista, a quien le asesté un par de patadas en el pecho. Las dos se las pegué con la zurda.

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