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Desde la mirada de Foucault, una exploración de cómo el poder político produce verdades mediante símbolos, relatos y dispositivos discursivos que legitiman su hegemonía

Gobernar con símbolos, justificar con relatos

El poder de nombrar la verdad Una reflexión sobre cómo los discursos oficiales resignifican los hechos políticos para sostener la hegemonía simbólica del poder

Por primera vez en la historia de México, el 1 de junio de 2025 se realizó una votación para elegir directamente a ministros y jueces del Poder Judicial. El resultado fue presentado como una victoria histórica de la democracia participativa y de la llamada Cuarta Transformación. Sin embargo, la participación fue de apenas 13% del padrón electoral.

¿Cómo puede una cifra tan baja ser leída como un triunfo? ¿Qué permite que un dato que en otros contextos sería evidencia de crisis, aquí sea interpretado como un logro? Para comprender este fenómeno, resulta útil detenerse en el pensamiento de Michel Foucault, uno de los filósofos más influyentes del siglo XX, cuya obra permite analizar cómo los discursos del poder no solo ocultan la verdad, sino que la producen.

Foucault: el poder como productor de verdad

Michel Foucault rompió con la visión tradicional que identifica al poder con represión, censura o violencia directa. En su obra —particularmente en Vigilar y castigar y en una serie de conferencias sobre el poder y el saber— desarrolló una idea radical: el poder no solo prohíbe, también produce. Produce saberes, normas, identidades, valores… y sobre todo, produce verdades.

Foucault sostenía que toda sociedad tiene un “régimen de verdad”, es decir, un conjunto de prácticas, instituciones y discursos que determinan qué se considera verdadero. No hay una verdad abstracta por encima de la política; más bien, el poder establece las condiciones para que ciertas ideas parezcan evidentes, lógicas o naturales.

Estas verdades no son necesariamente mentiras; su eficacia no reside en la falsedad o la veracidad de lo que afirman, sino en el hecho de que se vuelven incuestionables. Se instalan como “el sentido común”, como el marco desde el cual todo se interpreta. Por eso Foucault decía que la verdad está ligada al poder, no porque el poder la imponga por la fuerza, sino porque la produce, la organiza, la hace circular y la protege.

Foucault El filósofo francés que transformó la manera de entender la relación entre discurso, verdad y poder político

El caso mexicano: un nuevo régimen de verdad

La idea foucaultiana de “verdad producida por el poder” permite entender fenómenos políticos contemporáneos que, de otra forma, parecerían contradictorios o cínicos. Uno de estos es el reciente proceso electoral para el Poder Judicial en México.

Desde su aprobación en 2024, la reforma judicial fue justificada como un acto democratizador. Su fundamento no era técnico, sino simbólico: el pueblo debía tomar el control del Poder Judicial, una institución retratada como elitista, corrupta y alejada del interés popular. Esta narrativa creó las condiciones para que la elección del 1 de junio de 2025 fuera presentada como el cumplimiento de esa promesa.

Sin embargo, la realidad numérica fue contundente: solo el 13% de los electores acudió a las urnas. Lejos de interpretarse como una señal de fracaso o desinterés, el hecho fue inmediatamente integrado al discurso oficial como un éxito.

Aquí vemos en acción el mecanismo descrito por Foucault: el poder no niega el dato, pero lo resignifica. La baja participación no significa deslegitimación, sino “resistencia del viejo régimen”, “miedo de los privilegiados”, o incluso “una primera batalla ganada”. El discurso no necesita lógica coherente, sino eficacia política. Y si la narrativa oficial dice que fue un paso hacia la justicia del pueblo, entonces así será leído.

Verdad estratégica, no empírica

El punto no es si el gobierno “miente” o “dice la verdad”. En términos foucaultianos, eso es secundario. Lo esencial es ver cómo el discurso dominante produce un efecto de verdad, es decir, cómo logra que su interpretación de los hechos se vuelva creíble, repetible y legítima.

El resultado no se oculta, pero se le da un marco que neutraliza su contenido crítico. Se dice, por ejemplo, que es una cifra normal para un proceso nuevo, que muchos ciudadanos fueron desinformados, que los medios no promovieron el voto, o que la participación “es baja, pero histórica”.

Así, el discurso político se convierte en una máquina de absorción de significados. No hay datos que escapen a su narrativa: todo puede ser encajado como evidencia del avance de la transformación. Incluso los silencios, las ausencias, la abstención o el hartazgo se convierten en signos de que “vamos bien”. Es un ejemplo clásico de lo que Foucault llamaría un dispositivo de verdad, donde la realidad solo puede ser dicha desde los términos del poder.

El monopolio del relato

Este fenómeno no ocurre únicamente en México, pero el caso mexicano muestra una alta concentración narrativa en torno a una identidad política que se autoatribuye la representación legítima del pueblo. En este esquema, las instituciones no se legitiman por sus procesos, sino por su adhesión al relato central. El voto no es una herramienta para generar consenso, sino una escenificación de apoyo.

En esta lógica, los datos adversos no son amenazas, sino obstáculos épicos que el pueblo sabrá superar. La crítica no es parte del juego democrático, sino una forma de traición. Y el poder ya no se justifica apelando a resultados, sino a una historia en curso que siempre se dirige hacia la justicia, aunque los hechos digan lo contrario.

¿Democracia o liturgia?

Lo que Foucault nos ayuda a ver es que el discurso político puede volverse litúrgico, es decir, una repetición simbólica que da sentido a los actos institucionales, incluso cuando estos carecen de sustancia democrática. La elección judicial con un mínimo de participación no es un problema para quienes ya decidieron cuál es la verdad legítima: no es la realidad la que corrige el discurso, sino el discurso el que da forma a la realidad.

En este contexto, la democracia deja de ser un proceso de decisión colectiva basado en pluralidad, y se convierte en un escenario de confirmación ideológica. Lo importante no es lo que el pueblo decide, sino que el pueblo aparezca, aunque sea simbólicamente, como soporte del régimen.

Repensar la crítica

Frente a este panorama, la crítica no puede limitarse a exigir “coherencia” o “más participación”. Esas demandas suponen un terreno común que, tal vez, ya no existe. Como advierte Foucault, cuando el poder produce verdad, la tarea crítica no es rebatir punto por punto, sino desmontar el marco que hace posible que ciertas cosas parezcan verdaderas y otras no.

La pregunta que queda es inquietante: ¿cuánta verdad estamos dispuestos a sacrificar para conservar el relato? Si la cifra del 13% puede ser celebrada como una victoria democrática, entonces no solo hay un problema con la política. Hay también un problema con la verdad misma.

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