Fuiste la primera en detenerte, había pasado por ti a tu casa y caminábamos por la avenida cuando tus pies se suspendieron y tu rostro quedó como una chimenea recién apagada. Te agité de tus hombros, pero sólo conseguí que se cayera de tus manos la manzana recién mordida y rodará hasta la mitad de la calle.
Respirabas y tenías vida aún, pero una fuerza te impedía moverte; habías quedado lejana. Tus vecinas pasaron junto a mí, les pedí ayuda, ambas pasaron inadvertidas, como si fuera algo que acostumbraras hacer en tus tiempos libres. Eras una piedra entre tanta gente que caminaba deprisa.

El semáforo quedó en naranja preventiva, la manzana tirada en la mitad de la avenida fue atropellada por el segundo hombre que quedó congelado; aferrado al volante de su coche. La manzana murió instantáneamente, sangrando semillas por doquier, inundando la avenida de su germen.
Ahí estabas tú y aquel hombre que habían quedado detenidos en medio de la ciudad. Tuve náuseas al escuchar los gritos de una mujer en la esquina, escuché su confusión en forma de llanto. El silencio se llenó de ladridos, bocinas y lamentos.
Caían del cielo grandes gotas de agua como jamás había visto, caían en formas cuadradas, triangulares y alguna que otra de gran tamaño casi como un balón de fútbol. Toda el agua que caía se llevaba las hojas que no habían sido barridas y el polvo incrustado entre las banquetas.
Un mar de gente corrió en línea recta por la avenida en busca de una explicación, andaban como búfalos tratando de escapar de su depredador entre las calles. No se podía ver a lo lejos si la gente había quedado estática junto a los coches en fila que simulaban fichas de dominó con rostros dentro de ellos.
Lancé mi mochila hacia el cielo y quedó prisionera en el aire. Me senté en el suelo, cerca de aquella pared llena de grafitis, contemplando cómo la gente pausaba su andar. Miré tu rostro hasta quedar inerte, mientras aquella semilla de manzana brotaba en la línea amarilla del concreto.