El rumor de los pasos de Silvana disuelve la oscuridad en la que nos encontramos. La mujer enciende una vela y la coloca en el centro de una mesa de madera desvencijada, entorna los ojos y recorre nuestros pies percudidos mientras la luz anaranjada relame las paredes y proyecta las sombras agigantadas de los cadáveres. El crepitar del fuego se interrumpe cuando un ruido seco de motor se apaga al fondo.
Silvana se apresura a ir a la oficina y saca una libreta, entonces la puerta se abre y entra su marido, Horacio, quien ya viene bien cargado con un par de bolsas negras. Ella se mantiene al margen. Al igual que yo, sólo observa. Poco a poco el Purgatorio se inunda de hombres que descargan el camión y dejan a los recién llegados en el suelo, apilados uno encima del otro. El viento arrastra en un silbido los lamentos de las almas, es un aullido tenue y lejano.
Horacio los cuenta, le da la cifra a su mujer y esta asiente. Al comprobar que son todos inicia el proceso de acomodarlos en las estanterías para poder exhibirlos a la mañana siguiente. Acomodan a los más desfigurados en las esquinas de las repisas superiores, allí donde se alcancen a ver pero no distraigan demasiado la atención de los clientes. A las mujeres, como de costumbre, les dedican los espacios más vistosos. Silvana las adecenta, incluso las perfuma, y cuando nadie la ve, les besa las mejillas en silencio.
Escucho que Silvana sugiere acomodar a uno junto a mí. Los hombres atienden sus indicaciones, me mueven de manera tosca hasta pegarme por completo a la pared y sientan a mi lado un cuerpo famélico.
Ellos siguen con su labor mientras yo repaso los rasgos de mi nuevo compañero. Es apenas un muchacho, lo sé por su piel que, aunque está curtida por el sol, no tiene las mismas manchas ni las arrugas que yo. El costado de su cabeza muestra el rastro de una paliza reciente, sus oídos tienen plastas de sangre y su rostro se desdibuja en un sendero de cardenales negros. Yo creo que se lo van a llevar rápido, aunque esté en malas condiciones no deja de ser un muchacho, y a los más jóvenes siempre los compran en cuanto llegan, a veces ya están hasta apartados.
Vuelvo la vista hacia la pareja, al parecer ya terminaron. Horacio desaparece por las escaleras y Silvana se acerca una última vez a la vela, nos echa una mirada a todos y frunce el entrecejo. Se sienta un rato junto a la llama menguante y reza por varios minutos, después se va y nos regala ese ratito de luminiscencia.
Cuando el silencio se convierte en una presencia insondable, busco conversar con el nuevo. Le doy un codazo en las costillas, tarda un buen rato en reaccionar. Lo primero que hace es sobresaltarse al repasar las estanterías de cadáveres, después se detiene un instante, como a pensar en sí mismo, en su desnudez, en lo pesada que debe sentir la cabeza, seguido de eso sus ojos muertos reparan en mí. Recorre el muñón de mi brazo izquierdo, después observa con horror mi piel calcinada hasta que se detiene en mi semblante surcado por varias telarañas de cicatrices. Abre la boca en una expresión grotesca que devela sus dientes rotos y, en cuanto está por soltar un grito, escapa su primer exhalación de muerte.
La parte más complicada no es decirles que ya no están vivos, sino explicarles el lenguaje de los muertos, que es a través del último aliento, ese que prolongamos hasta que se nos acaba y ya no podemos ni hablar con los demás cuerpos. Yo siempre fui un hombre de pocas palabras, por lo que no me preocupa mucho cuando se agotarán mis conversaciones.
Le digo que mi nombre es Gabo y le explicó donde está. El Purgatorio es un sitio de compra y venta de cadáveres donde cada semana vienen personas en busca de un muerto para enterrar. La mayoría buscan a sus desaparecidos, y si no los encuentran escarban hasta ver el parecido en alguno de los cuerpos en exhibición y se lo llevan para llenar ese vacío y asegurarse de que han enterrado, aunque sea de manera simbólica, a su ser querido.
Él asiente, muy serio, y vuelve a mirar a su alrededor. Me dice que su nombre es Martín y confiesa que el Purgatorio no está tan mal, que incluso lo anima pensar que logró salir del lugar donde lo mataron. “Yo pensé que ahí me quedaría para siempre, al menos aquí alguien me va a llorar” dice con cierto alivio.
Las exhalaciones de Martín se van haciendo más largas y profundas conforme discurre la noche. Me cuenta cómo llegó a México, cruzó todo el país desde Guatemala y al llegar a la frontera con Estados Unidos se lo llevaron preso por el delito de trata de personas. Ahora que está muerto le hace gracia recordar el día en que sucedió, el día que lo apresaron, porque no entendía cómo alguien que se dedicaba al tráfico de personas iba a querer cruzarse al otro lado de la forma en que él lo estaba haciendo. Entendí que era inocente por la frustración en su mirada. De ahí se lo llevaron al pozo, y lo mantuvieron encerrado mucho tiempo. Le dijeron que a los que agarraban así, como a él, los llamaban pagadores, porque pagarían delitos que no habían cometido.
Me cuenta que esa cárcel era más bien como una vecindad. No había celdas ni rejas, sólo matones que fungía como guardias y, que de cuando en cuando, golpeaban a los que se robaban cosas o de alguna manera irrumpían el orden.
“A mí me mataron en un cuartito bien oscuro, lo último que recuerdo es el sonido de la tabla con la que me golpearon rompiendo el aire para volver a estrellarse en mi cabeza” Contemplo las heridas profundas en su cráneo, a él ya no parece interesarle demasiado, en realidad se muestra curioso con los murmullos que aparecen súbitamente del otro lado de la puerta, como pequeños fuegos que poco a poco se transforman en un incendio. “Son los enterradores” le digo “Vienen a ver a los recién llegados. Algunos tienen mucha suerte porque encuentran a alguien que se parezca a su desaparecido y se lo llevan de inmediato”.
Martín me mira, expectante, y yo reconozco la duda en sus ojos. “A mí no me han comprado porque, como podrás notar, morí quemado. Y mucha gente no quiere enterrar este tipo de cuerpos tan feos”. El muchacho se lamenta por mí y yo le digo que mi única opción es esperar.
Horacio y Silvana bajan al Purgatorio y comienzan a alistarse para atender a los clientes. La mujer apaga la vela y el hombre abre la puerta, por donde entra una marabunta de vivos que jalonean los cuerpos muertos y se aferran a sus rostros inexpresivos en busca de algo que reconocer. Las madres se pelean por los más jóvenes, asegurando que son sus hijos.
Adela, la mujer que siempre viene en busca de su hija Mónica, entra temerosa. Rebusca en todas las estanterías y, al percatarse que su cadáver no está, se marcha esperanzada a seguir buscándola en el mundo de los vivos.
Varias manos ya se han alzado para bajar a Martín. Lo revisan, le abren la boca y le levantan los brazos. Buscan tatuajes o marcas, lo que sea. Algunos se muestran muy interesados, pero después algo termina por no convencerlos y se lo dejan a los demás, hasta que un hombre decide llevárselo. Martín se despide con su última exhalación.
Silvana lo pone en el escritorio y saca cuentas al tiempo que otro empleado limpia el cuerpo y lo envuelve para que el cliente se lo lleve más fácil, incluso lo ayuda a montarlo en el diablito. Amarran a Martín y se lo llevan sin decir nada más. Pienso que su historia ha terminado y que por fin podrá descansar en paz. El día sigue muy ajetreado hasta el atardecer, cuando se han llevado a la mayoría de los cuerpos y a la pareja le toca hacer cuentas y limpiar.
Silvana sacude mi repisa, me aprieta la pierna y me dedica una sonrisa de aflicción. “Ya te tocará” dice para volverse a su marido y preguntarle qué será de mí si no me compran pronto. Horacio se encoge de hombros y dice que probablemente me llevarán con los despojos. Los días pasan y llegan más y más cuerpos. Nadie parece interesarse en mí aunque Silvana le pidió a uno de sus hombres que me colocara en el medio, en un lugar más vistoso. Las personas me miran y lamentan mis quemaduras y mi cuerpo cercenado, pero nada más. Nadie quiere darle sepulcro a mi cadáver.
Horacio me toma una noche para colocarme sobre un cartón en el suelo y seguido de eso me saca del Purgatorio. Es la primera vez que veo el cielo desde que morí. Es un manto oscuro y fresco que nos envuelve a ambos hacia un destino que desconozco. Me sube a la parte trasera de su camioneta y arranca. Pasados algunos minutos vuelve a bajarme y me veo a mí mismo en un descenso hacia un terreno empedrado donde yacen varios cuerpos en condiciones similares a las mías. Horacio se va y me deja allí, con esos muertos que ya han dado sus últimas exhalaciones. El olor putrefacto penetra el aire ardoroso de este lugar, donde todo parece estático y mi conciencia es lo último que resguarda destellos de lucidez. Comprendo que ahora formo parte de los despojos.
No sé cuánto tiempo transcurre hasta que la monotonía se rompe cuando escucho que una camioneta se frena en la cima. Aquí nadie viene, nada más las moscas que ni siquiera se ven tan entusiasmadas con el festín de muertos que ya no hablan y han abandonado toda esperanza. Veo la cabeza de Silvana asomarse, después la de Horacio. El hombre suelta un sonido gutural y logra sacarme de la fosa para volverme a echar a la parte de atrás de su camioneta.
Silvana se queja de la peste y retiene las arcadas mientras su marido le recrimina que aquello ha sido idea suya. Yo permanezco muy quieto, perseguido por el sol abrasador y un cielo claro. Llegamos de nuevo al Purgatorio. Una vez en el suelo cubierto de plásticos, comienzan a lavarme para que no huela tan mal, después me exhiben en la estantería que suele captar más miradas. Afuera ya hay un gran cúmulo de personas que me observan, ansiosas.
Silvana se me acerca mientras termina de adecentarme y en voz baja me cuenta que hubo una matanza en un pueblo cercano y que algunos sicarios terminaron quemando varios cuerpos, por lo que sus familias no encontraron nada que enterrar. La mujer me acaricia el muñón al tiempo que sonríe y suelta “Hoy te van a comprar”.