El tiempo en aquel entonces no era una cuestión de relojes ni de calendarios. Para los cocas, se trataba más bien de escuchar al tiempo. Lo escuchaban contar su historia en cada ciclo y estación. Citlali, su reina, incluso sabía cómo ver el tiempo. Había nacido con los ojos bizcos, igual que las ancianas que la criaron, en una época en la que el estrabismo era un regalo divino y no un motivo de vergüenza como siglos más tarde lo sería para sus descendientes.
Desde la primera lluvia hasta la última luna nueva, nada se escapaba del augurio de Citlali. Se decía que el gran dios de la obsidiana fue quien la ungió con los ojos para leer el tiempo en las estrellas y por eso los cocas la hicieron su líder.
Nuestro conocimiento de la cultura coca es endeble y desacertado. Lo que sabemos es gracias a algunas de sus canciones y a antiguas bitácoras españolas que sobrevivieron hasta nuestros días, además de las excavaciones de pirámides circulares y tumbas de tiro que se identificaron en la zona donde construyeron nuestro fraccionamiento. Algunos detalles estarán siempre a merced de nuestra imaginación, pero sabemos con certeza que fue aquí donde Citlali esperó la llegada de Nuño Beltrán de Guzmán. Ella lo había visto quince sueños atrás, acercándose lentamente tras la barranca, más allá de donde nace el sol.

No venía solo. Del corazón de aquel hombre colgaba otra especie de tiempo. Era un tiempo en forma de flecha, unidireccional, paralelo y sin curvatura, un tiempo esclavizante que Citlali no sabía interpretar. Su presagio fue que el hombre no tardaría más de trece días en llegar y ordenó tapar con tierra las casas, las tumbas, las pirámides y los altares. Al octavo día, Citlali vio en su sueños un lugar llamado Cocollán (hoy Cocula), donde los cocas habrían de exiliarse. Para la tarde del doceavo día todo estaba sepultado y Citlali tuvo un último presagio: ella debía quedarse sola a esperar la llegada del conquistador. Antes del anochecer, la comunidad entera partió hacia Cocollán y Citlali subió al montículo de tierra más alto para comulgar por última vez con el espíritu del gran dios de la obsidiana.
A la mañana del treceavo día, llegó por fin el hombre a quien los reyes de España habían ordenado robar el oro que Hernán Cortés no alcanzó a buscar en el occidente de la Nueva España. Sin embargo, Nuño Beltrán de Guzmán había llegado a Jalisco sin una sola pepita del mineral maldito. En lugar de eso, Nuño llevaba la panza llena de repudio hacia aquellos indios que desconocían a Cristo. Bajo tortura, los texcueques le dieron a Nuño la ubicación de los cocas y le describieron la geografía del lugar. Sin embargo, Nuño creyó haberse equivocado en el camino pues al llegar no encontró más que montículos de tierra y a una sola mujer sobre uno de ellos. Desmontó su caballo, ordenó a sus hombres esperar y subió hasta donde estaba ella. Ella tenía los ojos cerrados y las uñas llenas de mugre. La avaricia hizo creer a Nuño que bajo toda esa tierra que pisaba se ocultaba el oro de los cocas. Estaba por desenfundar su espada cuando la mujer ya había abierto sus ojos para anclarlos, cruzados, a los de él. Así permitió Citlali a ese hombre percibir por un instante el tiempo como lo hacía ella. Nuño pudo entonces ver los eternos círculos del tiempo, su pasado y el futuro de toda su descendencia, y jamás experimentó un horror igual. Nuño deseó haber nacido ciego y nunca haber venido a la Nueva España, pero más que cualquier otra cosa, deseó volver a ser niño y jugar frente al potrero de su padre. Por primera vez en toda su vida Nuño recordaría con tristeza su pueblo natal, ese que ahora estaba tan lejos al otro lado del mar, y pronunció su nombre dos veces: Guadalajara, Guadalajara.
Desde aquel día, nunca nadie más ha sabido escuchar ni ver el tiempo y Nuño Beltrán de Guzmán se convirtió en el primer desgraciado de nuestra estirpe en experimentar el amargo dolor de la nostalgia.