La encontré sentada en la banca del parabús, mirando impaciente en la dirección opuesta a donde venían los autos; por ello supuse que no esperaba el camión. Yo, que tampoco lo esperaba, me senté a su lado.
Había pasado la noche en vela y, sin una pizca de apetito, me forcé a comprar algo para desayunar. Eran las siete de la mañana, la luz del día ya bañaba plenamente la calle repleta de rostros adormilados o llenos de pesar que iban y venían, montando sus vendimias, haciendo filas, cargando papeles.
Sentado en la banca, estando a su derecha y tapando un poco la visión hacia el lugar que ella miraba tanto, traté de engullir un par de bocados de la masa infame que envuelta en papel goteaba grasa entre mis dedos. Miserable, el bocado me supo a cartón y aunque las tripas me rugieron, no pude avanzar más con aquel desayuno. Lo poco que tragué solo me hizo sentir mareado.
La escuché dar un respingo, la miré: era bastante mayor. Recargado en la banca tenía un bastón y nada más, no llevaba bolso o cartera, nada; pero lucía bastante bien vestida. Mientras la observaba noté que se movía hacia adelante y hacia atrás con impaciencia, esquivándome para seguir buscando quién sabría qué… finalmente le pregunté qué hacía, distrayendo mi turbación con aquella curiosidad.
“Estoy esperando a una amiga a la que no he visto en mucho tiempo, me dijeron que estaba acá y por eso vine, para verla”; me respondió sin dejar de mirar hacia lo que noté eran las puertas de ingreso al hospital. Le pregunté si su amiga estaba internada o si esperaba a alguien más. No entendí su respuesta y ante mi silencio, sonrió con una sonrisa contagiosa, cálida. Por primera vez en nuestra breve conversación me miraba a mí y no a la puerta o a la gente que entraba y salía. Sentí que conocía su rostro, pero no encontré recuerdo de ningún nombre para ella. Tartamudo me despedí, deseándole que pudiera ver pronto a su amiga. Me retiré caminando por la calle sin saber realmente a dónde ir.
Minutos más tarde me llamó mi tío, él había llegado al hospital de madrugada para relevarme en la cama 205 donde cuidábamos a mi madre. El tono de su voz, la pausa que hizo, me heló la sangre; aunque aquella era una noticia que ya esperábamos, no dejó de ser una realidad que me traspasó el alma. Me permitieron entrar de vuelta, pues yo era el responsable de su ingreso a urgencias. Ella estaba tendida en un cuarto tan silencioso que parecía sacarte por los oídos el ruido que se amontonaba en la mente; un sonido negativo. Pensé en todas las veces que nos abrazamos antes y lo difícil que resultaba ahora sostener su cuerpo rígido. Lloré como nunca, como si de vuelta fuese un niño.
Terminamos los trámites y abandonamos el hospital. Mi tío se ofreció acompañarme a casa, pero se lo agradecí. Quería estar solo hasta el momento del velorio. Me senté de vuelta en el parabús en donde aquella mañana conversé con la señora impaciente; esta vez yo sí esperaba el camión, pero ella se había ido. Desde su lugar, miré hacia donde ella miraba, hacia las puertas del hospital. Y entonces la vi, encontrándose de frente con una mujer que de inmediato reconocí como mi madre, erguida, alegre y con el rostro rojizo, como antes de la enfermedad. Ambas se abrazaron y aunque sentí fuerte el impulso de saltar del asiento y correr a abrazarle también, intrigado, ilusionado, hubo sobre mí un peso mucho más grande, invencible, que me mantuvo en mi lugar, en un espacio mudo de felicidad.
Entendí la mirada radiante de aquella mujer, la vi reflejada a lo lejos, en el rostro de mi madre. Tomadas del brazo se perdieron entre la multitud. Apenas dejé de verlas fue como si el sonido del mundo se reanudara y volviera a mí el peso normal de mi cuerpo.
Noté que el bastón de aquella desconocida seguía ahí, recargado en el parabús, así que me lo llevé a casa. Lo tengo guardado en el armario y cada vez que pienso en esta historia lo busco entre mis cosas para comprobar que aún existe.