La posmodernidad es exigente en sus estándares sociales, económicos y, no se diga, fisonómicos. Bien lo saben los coreanos, esclavos del mundo cultural del K-pop, revestido de superficialidad y banalidad con sello mercable e importable.

Si eres impopular, pobre y desagraciado, ni te presentes a competir por un amor. Todo tu entorno te lo advierte: no te lo mereces. Mejora, sube de nivel y después intenta ligar. No antes; así funciona la regla. En este exigencialismo sociocultural no existe el altruismo amoroso o el amor por caridad. Todo cuesta.
Los hombres de las nuevas generaciones padecen esta crisis de superficialidad afectiva: les afecta a los adolescentes, a los jóvenes —millennials, centennials— y también, tempranamente, a los imberbes alfas.
Mujeres de alto valor, que se cotizan y se saben vender en el mercado de las querencias, desde muy temprana edad se vuelven inaccesibles para el común de los hombres. Otras, quizás las menos, se enroscan al cuello el paliacate morado y exclaman: “no más hombres, son el problema, no los necesitamos”.
¿Quién es ahora el villano de este melodrama de amor replicado en todos los ámbitos sociales? El villano es el sistema, que imita los esquemas y dinámicas de la economía y que, en su frivolidad, termina mercantilizando el amor.
La lógica de los intercambios afectivos es brutal y cruda; no tiene nada de romántica: qué tienes, qué me das, para saber si me mereces o, en su defecto, si me conviene invertir en ti.
Hombres y mujeres se van quedando solos por la condena de la transacción amorosa, cuando esta evidencia, casi siempre, disparidades entre los tratantes: pides mucho y ofrezco, aparentemente, poco.
Centrémonos, en esta ocasión —porque lo amerita—, en los hombres que sufren marginación amorosa, resultado de esta mercantilización del amor. Se les conoce como incels (abreviatura de involuntary celibate, “célibe involuntario”). Más que tribu urbana, califican como tribu de Internet, que crea cibergupos de apoyo en los que remedian con misoginia sus frustraciones emocionales.
Están resentidos con las féminas, no porque las detesten per se —todo lo contrario, las adoran, las desean intensamente—, sino porque estas no les corresponden. Como ya dijimos, no cumplen con el estándar: popularidad, encanto, dinero… Ellas sólo tienen ojos para los chads: hombres altos, musculosos, deportistas, seguros de sí mismos, exitosos y, como cereza del pastel, con solvencia económica.

En los cálculos incel, los chads son una minoría, apenas el 20 % de los hombres, que acapara el favor y la atención del 100 % de las mujeres. A ellos también los odian. Los hay de todas las edades, y algunos no necesitan más que dinero para ser deseados, como los sugar daddies: hombres mayores con recursos que procuran mujeres jóvenes.
¿Qué diría Freud? A cambio de su cariño, compañía y uno que otro favor sentimental/sexual, la jovencita recibe de su sugar daddy regalos, seguridad financiera y hasta cuidado y protección. Es como un segundo papá, mejor que un marido al que no hay que atender —para eso tienen esposa o sirvienta—, con la desventaja de que peinan canas.
Algunos incels quizás pasaron antes por ser simps. Este término, en la jerga posmoderna, se refiere a aquellos hombres que, por idolatrar a una mujer, le son totalmente sumisos, complacientes e incondicionales, aunque no sean correspondidos.
Elsimpcon el corazón roto, cansado de desprecios y desplantes, puede transformarse en todo unincel. O unincelresignado a recibir migajas de amor puede claudicar de su misoginia y convertirse en unsimp. Ida y vuelta, como todo en esta modernidad líquida.
En las tribus urbanas feministas, algunos simps se hacen pasar por aliados o aliades, mostrando compromiso con la causa: actuando decididamente en el discurso y en el activismo social y moral contra el machismo, las desigualdades de género y los derechos de las mujeres. Todo sea por ganarse el afecto, o de menos la compañía amistosa, casi fraternal, de la chica de cabellos morados.
El tema de los incels estuvo, a principios de año, de moda por la miniserie de cuatro capítulos de Netflix: “Adolescencia”. Ganadora de varios premios Emmy, “Adolescencia” nos cuenta la historia de un puberto británico —retrato fiel o estereotipado de un incel—, Jamie Miller, que asesina tras sufrir bullying en Internet de Katie, la niña objeto de su interés amoroso, a la que convirtió en su stacy (la chica hermosa y popular que casi siempre termina con un chady rodeada de simps).

Habría que criticarle a la serie que abusa del recurso de monstruificar al incel, valiéndose de una narrativa plagada de diatribas antimasculinas, cuya intención es transparentar el alma oscura y siniestra —vaya cliché— de un niño blanco, clase mediero, de familia tradicional.
¿Los incels son un problema de salud social de sociedades primermundistas como la británica o la estadounidense? Pues no. Por eso los incels son tema en este momento en México. Aquí también los hay. Y más allá de su satanización fácil y tendenciosa —de que si los incels son militantes de la ultraderecha o el remanente enfermo y posmoderno del machismo herido de muerte—, lo cierto es que son una realidad con factura social. Algo, como sociedad, estamos haciendo mal para que un joven como Lex Ashton N, de apenas 19 años, haya ingresado encapuchado, este pasado 22 de septiembre, al Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH Sur) de la UNAM, armado con una navaja, y haya asesinado a un adolescente, Jesús Israel N, de 16 años.
Por lo que publicaba en redes, Lex Ashton era un incel declarado que gustaba de exhibirse con armas blancas y caracterizarse como la muerte. En una publicación, Ashton expresó: “Ya estoy harto de este mundo; nunca en mi vida he recibido el amor de una mujer y la neta me duele. Me duele saber que los chads pueden… Pero ¿saben qué? No pienso irme solo, voy a retribuir a todas esas malditas y todos lo van a ver en las noticias”.
Un trabajador del plantel, de 65 años, quiso detenerlo, resultando herido. Acto seguido, Ashton, como lo había anticipado en redes sociales, intentó suicidarse “gloriosamente”, de la forma que atrae la atención mediática: arrojándose desde un edificio del plantel. Pero no logró acabar con su vida; sólo consiguió fracturarse ambas piernas. Los incels son una realidad en México.
Sin el afán de defenderlos: los incels no son una enfermedad social que deba combatirse con demencia policiaca y judicial; podemos considerarlos, más bien, un síntoma de una problemática más compleja, como se describió al comienzo de este artículo. Mientras sigamos banalizando y mercantilizando el amor, estructural y culturalmente, el problema de los corazones rotos seguirá degenerando en odios y resentimientos que, tentativamente, puedan terminar en tragedias.