Armando vive en las calles desde los 16 años. Nacido en la colonia Pensil, pero avecindado en Santo Domingo desde niño, como es usual en su demográfico, el leitmotiv de su condición callejera descansa sobre el abuso de sustancias, alcohol y crack (cocaína en piedra), principalmente. Quien fuera otrora alumno del Instituto Juárez, escuela con más de 70 años de presencia en la colonia Del Carmen, corazón de Coyoacán, es hoy para Crónica, un guía local en torno a la situación de los sin techo en la alcaldía.
A decir de Armando, tan solo en el centro de Coyoacán deben vivir cerca de una docena de personas que, como él, encuentran cobijo en bancas, jardineras y a la sombra de los contrafuertes y portales de la iglesia de San Juan Bautista, donde uno o dos sacerdotes les asisten de vez en cuando. Con 42 años prácticamente recién cumplidos, el también músico explica la vida diaria y rutina de varios de sus compañeros, claro que algunos se ocupan más que otros. Están quienes se emplean a sí mismos, como aquel que ha monopolizado la hurga y fisgoneo en botes de basura en busca de reciclables susceptibles de venta, o quienes fungen como checadores para el trasporte público, otros que hacen de limpia parabrisas y sacan algo de la venta de dulces, incluso, se sabe de alguien que declama poemas de su autoría con la intención de ganarse unos pesos, él mismo genera alguna ganancia al amenizar las terrazas de restaurantes y cafés a guitarra y pulmón. No obstante, también da cuenta de casos excepcionales que, admite, le intrigan; tal es la situación de un joven al que Armando ve “sanote”, afirma que se le ve pernoctar, desde hace poco, en las cercanías de una sucursal bancaria situada en la esquina noroeste de la plaza Hidalgo, donde él mismo y varios más suelen ir a dormir al filo de la madrugada, cuando la juerga a la que se entregan por ahí de la medianoche, en la fuente de los coyotes, amaina. Sobre el recién llegado, aduce que permanece despierto toda la noche, como temeroso de ser robado o agredido por el resto de la compañía callejera, “debe haber tenido algún pedo”, esgrime nuestro guía como causa de que el joven se haya visto arrojado a las calles, “no duerme, no descansa, pero no se droga ni se mete nada, yo luego luego me doy cuenta cuando alguien anda psicoseado”, “se ve normal, no anda de cábula, se ve que chambea de lavaloza en algún lado, sale de trabajar y se queda aquí”. Son varios los que han debido salir de sus casas y barrios, la mayoría aquejados por adicciones que les han alejado del hogar familiar ante el hartazgo de sus padres, hermanos o parejas.
A propósito de la seguridad para sus pares al dormir en las plazas, Armando asegura que nadie los molesta; “No mames Coyoacán es bien noble, tú te quedas dormido aquí y nadie se pasa de verga”. Aunque reconoce que la seguridad depende en gran medida de ellos, de quienes viven en la calle: “No nos metemos con la gente, no hacemos mamadas, ni entre nosotros. Aquí nadie se aventura a robar porque en corto te caen”. Han llegado a correr ellos mismos a quienes “se pasan de verga”.
A través de su testimonio revela la existencia de una suerte de simbiosis entre la población callejera del centro de la alcaldía, los visitantes, las autoridades y los locatarios, algunos de los cuales les proporcionan desde agua, hasta pan y alimentos preparados: “Tenemos acuerdos con el comandante”, explica para aludir a un tipo de arreglo con los policías de ronda, “nos alivianan que con el chesco o alguna comida, pero nos piden que no hagamos desmadre, que nos estemos tranquilos”.
Si bien él se vale por sí mismo desde los 16 años, cuando comenzó a consumir drogas y beber alcohol, su deambular por las calles ha sido intermitente, y es que cuenta con al rededor de siete ingresos al sistema penitenciario de la Ciudad de México, encierros que le tuvieron un total de quince años viendo barrotes, la mayoría de ellos por robo a mano a armada, “con nueve milímetros, en farmacias y oxxos”, detalla. Asegura que ha dejado atrás esas “mañas”, ya no roba, bebe y se droga pero no se mete con nadie; “la cárcel es un escuelononón de la vida”.
La vida en Coyoacán ya es rutinaria, “me baño aquí en la fuente a las cinco de la mañana, bien pedo no me da frío”, señala mientras adiciona un poco licor de caña a una botella de Sangría Señorial, pues aunque anda en la “mierda” no le gusta estar mugroso. De ahí en más se dedica a cantar, guitarra en mano recorre la plazas y explanadas, arranca notas al madero desde que tenía nueve años de edad y lo hace tan bien que ha ganado en dos ocasiones La Voz Penitenciaria en el Reclusorio Sur, una suerte de concurso de canto que se realiza a nivel local y que culmina en una final nacional, la idea es catalizar la reinserción social de las personas privadas de la libertad mediante las expresiones artísticas y la cultura en general. La conversación se extiende mientras toca y tararea El Necio, de Silvio Rodríguez.
¿Qué fue lo que salió mal? Pregunta para sí Armando; “La sobreprotección de mi mamá, chance”, rescata meditabundo, “y yo, por pendejo y rajón”, ese último remate en razón de las recaídas en la droga y el alcohol. Su madre lo traía cortito, no lo dejaba juntarse con el “barrio”, era el único niño de la cuadra al que la jefa salía a buscar para meterlo temprano a casa, “nomás me soltaron tantito y valió madre, las malas amistades, la piedra, la fiesta”.
El primer contacto entre Crónica y Armando fue en función de la cámara réflex de este reportero, y es que en él vive una insospechada afición a la fotografía, guarda en su memoria varias tomas que ha visto en revistas, muestras y exposiciones callejeras; a falta de un teléfono celular en dónde registrar las imágenes, las describe con increíble detalle, la mayoría son foto de calle, nota roja y de corte documental, temas de violencia, conflicto, adicciones y de todo tipo de personajes noctámbulos; “no es morbo ni nada de eso carnal, no me gusta y a la vez sí, pero te lo prometo que no de mala forma. Es la expresión, la manera de hacer que las cosas se vean, los detalles, no sé”.
Del futuro Armando no sabe nada, ni quiere saber. Entre sus planes inmediatos está el volver a su casa en Santo Domingo, “al menos un rato”, pero para eso debe estar bien limpio, “por ahí del domingo yo creo que me doy un rol y ya le paro”. Le apura y duele mantener preocupada a su madre.
¿Cuántos le echas que viven aquí, entre el centro y Santa Catarina, como tú? Pregunto antes de despedirnos. “No pues, unos 15 o hasta 20, a veces”. La conversación se zanja con una invitación a conocer a la bandita en el futuro cercano y con la promesa de que escucharé a Richard Lloyd, el pupilo de Jimmi Hendrix e ídolo de Armando.