
George Santos, el excongresista que convirtió la mentira en una estrategia política y el fraude en una forma de vida, enfrentó este viernes el veredicto final de su infamia.
Tras ser acusado de mala conducta financiera y de mentir innumerables veces sobre sus antecedentes, fue sentenciado este viernes a 87 meses de prisión.
Esta fue la pena solicitada por la fiscalía, quien afirmó que, incluso después de declararse culpable el año pasado, Santos “intentó repetidamente culpar a otros” y no mostró ningún remordimiento genuino.
Se le ordenó pagar $373,749.97 en restitución a sus víctimas y $205,002.97 en concepto de decomiso.
Los abogados de Santos habían solicitado al juez una sentencia de 24 meses de prisión, alegando que Santos había aceptado la responsabilidad de sus acciones y escribiendo en documentos judiciales que sus acciones “se debieron en gran medida a una desesperación equivocada relacionada con su campaña política, más que a una malicia intrínseca”.
Criminal sin señales de arrepentimiento
Los fiscales del Distrito Este de Nueva York no se anduvieron con rodeos: describieron a Santos como un “estafador impenitente”, cuya audacia criminal solo creció con los años.
Aunque Santos se declaró culpable y pidió disculpas en el tribunal, su conducta fuera de la sala —donde ha atacado al Departamento de Justicia y se ha pintado como víctima en redes sociales— desmiente cualquier atisbo de remordimiento, según los fiscales.
“Sus acciones gritan mucho más fuerte que sus palabras”, escribió la fiscalía en un memo demoledor, reclamando una condena significativa.
Una vida construida sobre mentiras
Santos no cayó por un error aislado: su carrera fue una construcción sistemática de fraudes en serie, un entramado de engaños que incluyó no solo fraude electrónico e identidad agravada, sino también blanqueo de dinero, mentiras al Congreso, cobro fraudulento de beneficios de desempleo y el robo descarado de fondos donados a su campaña.
Una investigación del Comité de Ética de la Cámara reveló que robó cientos de miles de dólares, usándolos para lujos personales, incluidos artículos de diseñador y tratamientos de Botox.
Mientras tanto, Santos buscó monetizar su infamia: vendiendo videos personalizados en Cameo y lanzando un podcast llamado “Pants on Fire”, un guiño sardónico a su historial de mentiras sobre su educación, su carrera y hasta un supuesto pasado en el voleibol universitario.
Súplica desesperada
Pese a su fidelidad inquebrantable a Donald Trump, Santos no ha logrado conmover al presidente.Aunque se ha mostrado leal —quizá con la esperanza de un perdón presidencial—, hasta ahora Trump no ha extendido ninguna simpatía, y fue su propio Departamento de Justicia el que exigió una condena ejemplar.
Santos, resignado, declaró esta semana que no pedirá un indulto: “Buscar un perdón sería negar mi responsabilidad”, dijo, aunque sus actos siguen pintándolo como todo menos un hombre arrepentido.
Más allá de la sala de audiencias, las víctimas personales de Santos no creen en su redención. Peter Hamilton, quien prestó miles de dólares al joven Santos —entonces conocido como Anthony Devolder— hace una década, aún recuerda cómo esquivaba sus llamadas y nunca pagó su deuda, hasta que la exposición mediática lo obligó.
“No confiaría en una palabra que salga de su boca”, sentenció Hamilton. Para él, ni siquiera siete años en prisión son suficientes. “Burló la confianza pública y ganó una banca en el Congreso siendo un estafador”.
George Santos encarna como pocos la disfunción política contemporánea: de desconocido con currículo inventado, a congresista nacional, a paria pop cultural y ahora, a criminal convicto.