
Continuamente escuchamos que vivimos tiempos más igualitarios. Las leyes, el discurso público y parte de la opinión general lo reflejan. Pero cuando observamos las cifras sobre participación laboral, trabajo informal, responsabilidad sobre los cuidados, libertades cotidianas o violencia, estas no encajan con la percepción de igualdad.
Y es que quizás el cambio legal y discursivo no ha alcanzado al terreno más resistente, las normas sociales de género, que siguen definiendo lo que se considera aceptable o adecuado para hombres y para mujeres, imponiendo un alto costo social a quienes se atreven a incumplirlas. Podemos preguntarnos entonces, ¿por qué sigue siendo tan costoso desviarse de las normas de género, incluso en sociedades que se autodefinen como progresistas?
La respuesta no está solo en la cultura, sino en la estructura misma de nuestras interacciones. La vergüenza funciona como un precio, y ese precio se paga con capital reputacional.
Un reciente estudio experimental (GRAPE Working Paper # 110 “The Weight of Expectation: Behavioral Evidence on Gender Norm Enforcement”. Disponible en https://grape.org.pl/publications/wps) analizó cómo las personas juzgan y sancionan las transgresiones a las normas de género en comunidades cooperativas de la Sierra Nororiental de México. Los resultados muestran que las sanciones no son homogéneas, sino que varían según la dirección de la transgresión normativa (transgresión más tradicionalista o más progresista) y según la actitud de quien observa.
En contextos donde las normas tradicionales siguen siendo fuertes, las conductas igualitarias despiertan mayor desaprobación, mientras que los comportamientos que refuerzan la desigualdad tienden a pasar inadvertidos o incluso a ser aprobados.
No se trata de un enfrentamiento entre géneros, sino de un patrón de reproducción colectiva de la norma donde hombres y mujeres participan, muchas veces sin advertirlo, en la vigilancia de lo que el grupo define como correcto.
En suma, las normas sociales siguen operando como mecanismos informales de control que delimitan lo aceptable, regulan la pertenencia y definen qué comportamientos serán premiados o sancionados. Esa dinámica, lejos de ser local, puede aplicarse a cualquier espacio donde exista reputación, observación y juicio colectivo. Por eso, también describe la lógica de las redes sociales contemporáneas, una economía moral convertida en mercado digital.

El mercado reputacional
Las plataformas digitales transformaron la lógica ancestral de aprobación y castigo en un sistema de precios simbólicos. La reputación, medida en likes, seguidores, retuits o comentarios, opera como capital. Cada publicación o postura pública tiene un valor esperado, que puede ser aprobación o desaprobación. Las personas ajustan su comportamiento para maximizar recompensas y minimizar sanciones, igual que en cualquier mercado.
Desde esta óptica, la cancelación (retiro masivo el apoyo digital) o la vergüenza pública no son simples reacciones emocionales, son mecanismos de asignación de costos y beneficios. Publicar algo que desafía la norma social de género puede implicar una pérdida inmediata de reputación, mientras que ajustarse al consenso se recompensa con visibilidad.
Las redes sociales convirtieron lo que antes era sanción local (como una mirada reprobatoria, un rumor en el grupo cercano) en una sanción global, cuantificable y viral.
Hoy, las plataformas distribuyen sanciones de manera eficiente ya que amplifican el castigo, recompensan la conformidad y monetizan la indignación.
Un estudio de Pew Research Center (2021) sobre la cultura de la cancelación muestra que 58% de los adultos en Estados Unidos considera que llamar la atención a alguien en redes ayuda a la rendición de cuentas, mientras que 38% cree que castiga injustamente a personas que no lo merecen. Esa ambigüedad revela el corazón del problema, la economía digital premia la sanción moral porque genera interacción, y el algoritmo, que traduce atención en dinero, subsidia la indignación.
La desigualdad moralizada
Los resultados del estudio experimental mencionado muestran que las sanciones sociales no solo reproducen las normas de género, sino que mantienen su vigencia emocional. Aun en personas que afirman estar de acuerdo con la igualdad, se observan juicios y decisiones que reflejan los patrones tradicionales.
El costo de desafiar una norma, ya sea rechazando el mandato del cuidado o cuestionando las acciones que se consideran masculinas o femeninas, sigue siendo alto, no porque haya una ley que lo imponga, sino porque el entorno social castiga simbólicamente la desviación.
En el plano digital la sanción se traduce en bloqueos, insultos, burlas o campañas coordinadas de desprestigio. Y estas sanciones, no son neutrales al género. Según un estudio de Amnistía Internacional (2022), 85 % de las mujeres que usan internet ha presenciado violencia en línea y 38 % la ha sufrido directamente. Asimismo, de acuerdo con otro estudio de ONU Mujeres (2024), las mujeres tienen 27 veces más probabilidades que los hombres de sufrir acoso digital.
Esa brecha no solo refleja desigualdad de exposición, sino también diferencia en el tipo de sanción, la crítica hacia las mujeres tiende a centrarse en su reputación, su moralidad o su cuerpo, mientras que los hombres suelen ser cuestionados por sus ideas o desempeño. Así, las redes reproducen lo que las normas sociales ya hacían offline, atribuir costos desiguales a la transgresión según el género de quien la comete.
De la mirada al algoritmo
Las normas sociales funcionan porque hay alguien mirando. Esa observación constante, presencial o digital, crea el terreno fértil para la autocensura. El miedo a la desaprobación pesa tanto como el castigo en sí. La diferencia es que hoy esa mirada está mediada por algoritmos que amplifican el alcance del juicio colectivo.
La arquitectura de las plataformas digitales convierte la sanción en espectáculo donde el castigo ya no necesariamente busca corregir una conducta, sino obtener visibilidad. En términos económicos, podríamos decir que la reputación se volvió una moneda, y las sanciones como los linchamientos simbólicos o los escraches digitales funcionan como transacciones morales que producen rendimiento inmediato.
Cada gesto de desaprobación genera tráfico, cada ola de indignación, datos, y esos datos son el recurso más rentable del ecosistema digital. En este sentido, la economía de la vergüenza no es una metáfora, sino una descripción precisa de cómo circula el valor en las redes: el castigo vende.
Los incentivos del conformismo
El efecto de esta lógica es profundo. Cuando las conductas igualitarias o críticas con el orden de género tienen un costo alto, las personas aprenden a modular lo que muestran, opinan o defienden. Se prefiere el silencio a la exposición, la corrección a la convicción. Ese comportamiento adaptativo genera ineficiencias sociales, frena el cambio cultural, mantiene la desigualdad en la división del trabajo y limita la diversidad de ideas. En términos económicos, podríamos decir que la sociedad opera por debajo de su potencial, porque dedica energía a reproducir equilibrios obsoletos en lugar de innovar en normas más justas.
Cambiar los precios de la igualdad
Si la vergüenza es un precio, puede cambiarse. Usando la metáfora de la economía, lo que se necesita hacer es modificar los incentivos sociales que hacen rentable sancionar y caro desafiar.
Eso implica varias capas de acción. En el plano digital, se pueden introducir fricciones como advertencias antes de compartir contenido punitivo o visibilidad reducida para interacciones hostiles, para disminuir la rentabilidad del castigo. En los espacios laborales y públicos, reconocer y premiar la igualdad y la corresponsabilidad, por ejemplo, a través de licencias parentales equitativas o políticas de flexibilidad laboral, para reducir el costo reputacional de romper con la norma. Y a nivel cultural, difundir información sobre comportamientos igualitarios ya existentes corrige la percepción de que son minoritarios. La evidencia del estudio experimental muestra que las personas ajustan su conducta a lo que creen que los demás hacen o aprueban, por tanto, cambiar esas expectativas es una herramienta poderosa de transformación.
La igualdad como bien público
Las normas sociales son resistentes porque cumplen una función, que es, reducir la incertidumbre sobre cómo comportarse y qué esperar de los demás. Pero cuando esas normas son desiguales, el orden que sostienen deja de ser eficiente y se convierte en un obstáculo. Modificarlo requiere reconocer que la igualdad no solo es un ideal ético, sino también un bien público que mejora el bienestar colectivo. Mientras la sociedad siga premiando la conformidad y castigando la diferencia, la igualdad permanecerá en déficit.
Cambiar la economía de la vergüenza, es decir, reconfigurar los precios simbólicos que guían nuestras decisiones, es una tarea política, tecnológica y cultural a la vez.