Opinión

1998: Vargas Llosa y los jóvenes novelistas

Vargas Llosa

1.

En julio de 1997 Mario Vargas Llosa impartió un curso intensivo sobre el arte de la novela en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Fueron seis prolongadas sesiones, de seis horas cada una, ante un auditorio de poco menos de un centenar de asistentes al Palacio de la Magdalena, en Santander. Unos meses después estas conferencias fueron recogidas, editadas a manera de 12 cartas, y publicadas por el sello Ariel/Planeta con el título Cartas a un joven novelista.

El 14 de marzo de 1998 el suplemento Lectura -la publicación sabatina especializada en libros del periódico El Nacional, cuya segunda época tuve el privilegio de dirigir- publicó un número especial, en el que se invitó a 10 novelistas emergentes de Hispanoamérica a escribir un texto a manera de respuesta epistolar a las “cartas” de Vargas Llosa.

Los autores convocados fueron Jorge Volpi (1968), Guillermo Fadanelli (1964), José Ramón Ruisánchez (1971), Eva Bondestedt (1967), Alejandra Bernal (1972) y yo mismo (1967), por México; el argentino Rodrigo Fresán (1963), el peruano Iván Thays (1968), el ecuatoriano Leonardo Valencia (1969), y el español Benjamín Prado (1961). Los diez textos, que ocuparon casi todas las páginas del suplemento, se movían entre el elogio predecible y cierta distancia crítica, o escéptica, ante las enseñanzas del inopinado mentor. Algo a medio camino entre la admiración natural por uno de los genios del Boom, y el gesto huraño de quienes, más que lecciones, buscaban su propio camino literario, para algunos de ellos ya muy avanzado y consolidado a esas alturas.

No recuerdo cómo fue que un par de ejemplares de aquella edición los hice llegar por correo a la oficina de Vargas Llosa en Barcelona. Recuerdo en cambio la excitación con la que, a la vuelta de algunas semanas, tuve en mis manos un sobre muy elegante, laqueado con el nombre del gran maestro, remitido desde la ciudad de Barcelona.

La comunicación, supuse, debería contener su contrarréplica, lo que anunciaría el principio de una comunicación epistolar a once bandas. Pensé también que cubriría de gloria mis primeros lances como editor de un suplemento, publicando en exclusiva un texto de una de las leyendas vivas de la literatura universal. Abrí el sobre con el cuidado de quien tiene en sus manos una reliquia, un objeto sacro destinado a algún museo del futuro. Lo que encontré fue una tarjeta de cartulina con ocho palabras escritas a mano: “el maestro Vargas Llosa le agradece el envío”. Firmaba una mujer cuyo nombre ya he olvidado, a todas vistas la asistente, que ejecutó con la economía austera de 37 letras la instrucción de su jefe. No había nada más que eso: un acuse de recibo.

Me sentí como Mario Ruoppolo, el personaje de la película italiana Il postino (Michael Radford,1996) que adaptó la novela homónima de Antonio Skármeta, donde se narra de manera ficcional la relación de Pablo Neruda con un cartero. En la película, Neruda vive uno de sus exilios en la pequeña isla italiana de Salina. Ahí desarrolla una entrañable amistad con Ruoppolo, el cartero semi analfabeta que se encarga de llevarle todos los días la correspondencia, en un lugar donde nadie más que Neruda recibe cartas. El poeta finalmente regresa a Chile y meses después el cartero recibe emocionado una carta de su gran amigo, sólo para descubrir que no la firma el propio Neruda, sino su secretario, y que en unas pocas y escuetas líneas solicita el apoyo del cartero para enviar de regreso a Chile las partencias que el poeta dejó en la isla.

2.

Jorge Volpi estudiaba por entonces un doctorado en España y es el único de los diez autores del número que asistió de manera presencial a las conferencias de marras. En su respuesta apuntó:

“Creo, y espero no equivocarme, que en su afán por revelar las minuciosas transacciones que un creador debe llevar a cabo con el lenguaje, con sus invenciones, y con la tradición literaria a la que pertenece, olvidó convertir su ars poética en verdadera poesía: en arte (lo cual, me temo, si consiguió Rilke). No dudo que los mecanismos que usted enuncia funcionen como engranajes de la vasta construcción de la vasta construcción de mundos que lleva a cabo el novelista, pero siento que semejante autopsia poco revela de sus misterios”.

El madrileño Benjamín Prado, el más veterano de los convocados, adelantó su conclusión al primer párrafo de la respuesta:

“Estimado Mario, como en las historias de detectives clásicas, en [sus] cartas la mejor está al final: la gran verdad se revela, después de 150 páginas, en las últimas cuatro líneas cuando usted da […] un consejo definitivo: «olvide todo lo que he dicho y póngase a escribir». En realidad, ésa es justo la idea con la que he procurado manejarme en el pantanoso mundo de la tradición”.

Rodrigo Fresán fue quien ofreció la respuesta más larga, lúdica y reflexiva. Una reseña crítica con guiños de ensayo: más que a un manual de escritura -sugirió Fresán- el libro de Vargas Llosa acudía al formato del thriller policiaco en el que hay un dato escondido que el autor se reserva hasta el final de la trama, y por el cual el sospechoso del crimen -en este caso el propio Vargas Llosa- al final triunfa, y escapa impune, sin haber ofrecido plenamente las verdades reveladas de ese dato escondido.

“Supongo que es lícito considerar amigo a todo escritor cuya obra se ha leído con frecuencia e interés. Y si el libro -y nunca ese absurdo ensordecedor del perro- es el verdadero mejor amigo del hombre, y usted, Vargas Llosa, abre su primera carta con un «querido amigo»; bueno, por más que me cueste un poco tanta familiaridad, empiezo del mismo podo por derecho, imposición, y comodidad de las simetrías, así: Querido amigo…”

“[…] El tono ameno de sus cartas parece, en todo momento, dirigirse al fantasma tangible de un escritor inédito. Alguien que recién está por sentarse a escribir esa novela: un proyecto de escritor prisionero entre los paréntesis de su ambición y su casi terror. Pero usted también se dirige a un consumado lector que -siguiendo el orden natural de las cosas- ha leído lo suficiente antes de sentirse suficientemente preparado no para cambiar de equipo (un escritor es y será, siempre, el reflejo imperfecto de un lector) pero si para ensayar una nueva posición en el campo de juego”.

“[…] La literatura es, siempre, una forma de crisis. De esa crisis -y de sus idas y vueltas y eventual provecho- tratan sus cartas. No se preocupe, no confundo a su libro con el imperfecto y acaso mefistofélico mecanismo de uno de esos tantos manuales de autoayuda que andan por ahí contaminando la atmósfera de los estantes, con la promesa falsa de una felicidad de placebo. Tampoco tiene la vana pretensión de aquel que se pone al frente de un taller literario seguro de tener todas las respuestas, después de aprender de memoria la colección completa de Mecánica Popular”.

Guillermo Fadanelli hizo acopio de su estilo insumiso para a elogiar y al mismo tiempo debatir con el maestro peruano:

“Muy pocas veces en mi vida he tenido la suerte (o el infortunio: depende de quién se trate), de recibir consejos acerca de cómo ser un mejor novelista. Me imagino que debido a que no acostumbro recibir consejos es que no soy considerado propiamente un escritor modelo”.

Descree por completo de la noción de “autor modelo” y argumenta: “¿Cuántos escritores hay de aspiraciones tan diversas? Quererles ofrecer una finalidad común sería tan desmesurado como hacerlos partícipes de una moral. ¿No será que lo que usted persigue es establecer los principios de una moral literaria?”

“[Dice] usted [que] junto a Flaubert se siente un pigmeo (al menos lo escribe) y a mí, en lo particular me gustan más sus novelas que las de Flaubert. La cortesía extrema de llamarse pigmeo esconde tal vez un respeto excesivo hacia los mitos de la tradición literaria, y me imagino que deseará que los jóvenes se sientan pigmeos cuando se comparen con usted. En fin, cosas de la jerarquía histórica”.

3.

No hay espacio aquí para reseñar el resto de las colaboraciones. 27 años después me pregunto de nuevo si acaso Mario Vargas Llosa se ofendió con estas respuestas. Sigo pensando que es probable que nunca las haya leído.

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