
Convengamos que, quienes se oponen o quienes son críticos del gobierno mexicano han enfrentado una maquinaria de propaganda descomunal. Ya estamos acostumbrados. Aun así, y quizás por eso, asombra la respuesta que recibieron, un artículo (Letras Libres) y una entrevista (Nexos) al expresidente Zedillo, por parte de dicha maquinaria. Recuerdo muy pocas, tan intensivas, masivas, que involucrara a todos los combatientes del gobierno -desde la presidencia, los medios masivos, columnistas, hasta el último panfleto digital- y durante tanto tiempo (3 semanas), que la desatada contra el señor Ernesto Zedillo.
Pasados los polvos de esa escaramuza, la pregunta que me hago es ¿por qué irritó e inquietó tanto, hasta sacar de sus casillas a todos los voceros oficiales y oficiosos, de la coalición gobernante?
Seguramente no es por la novedad de su diagnóstico y tampoco por su profundidad, de hecho lo que ofrece el autor es bastante descriptivo, una compilación de hechos que han sido reportados y subrayados por muchos otros autores y observadores durante los ya largos siete años de populismo rampante. Hay otros elementos que explican la ira y creo identificar cinco.
En primer lugar, la claridad y veracidad de sus afirmaciones, lo mismo en el escrito presentado, que en la entrevista ofrecida. No hay ambigüedad ni medias tintas en sus juicios. Todo lo que dice es estrictamente público, de conocimiento general y documentado durante años por un montón de fuentes oficiales, periodísticas y académicas. En primer lugar, repito, ese es el ingrediente que lo hace difícil de digerir: la descripción de puros hechos.
En segundo lugar, es que se trata de un expresidente de México que gobernó al país constitucionalmente durante seis años con todas sus contradicciones, pero cuyo trayecto ilustra un pasaje desde el autoritarismo (dedazo, elección profundamente inequitativa, la represión apenas contenida al zapatismo). Por eso mismo es de reconocerse que quiso y supo dar pasos a la resolución de toda esa conflictiva política. De modo y suerte que en lugar de insistir y aferrarse al pozo de la intransigencia, dio pie a la reforma política más amplia e importante que vio México, desde los tiempos de Reyes Heroles (1977). Y lo hizo insistiendo en incluir a la izquierda política (el PRD), a su dirigente pendenciero (entonces López Obrador), dialogando con todas las fuerzas, acordando y consensando al definitivo pacto que abrió las compuertas de la democracia en México.
¿Qué quiero decir? Que, en materia democrática, tiene una autoridad inusual, histórica e inocultable. Por eso al oficialismo le resulta difícil de tragar.
En tercer lugar, porque Zedillo fue el responsable principal del moderno giro al poder judicial en México, un giro que buscó -y muchas veces logró- una serie de jueces y juzgados independientes, imparciales y profesionales. ¿Lo notan? Precisamente los atributos que intenta borrar la reforma en curso promovida por el gobierno: hacia un sistema judicial improvisado, “electo y popular”.
En cuarto lugar, Zedillo llega con su advertencia en el momento previo, antes de consumado un cambio estrambótico para el poder judicial.
¿Debió haberlo dicho antes? Quizás si, pero el hecho de que lo coloque en público un mes antes de la taimada elección del primero de junio, sugiriendo además a la presidenta Sheinbuam que todavía hay espacio para suspenderla, reencauzar y diseñar una reforma mejor razonada y menos atrabiliaria, no le resta, sino que le da oportunidad y pertinencia a la advertencia de Zedillo.
Finalmente, pocos se habían atrevido a decir que la democracia mexicana ha terminado su breve presentación histórica -inaugural- de apenas veintitantos años.
A pesar de que todos los índices y los indicadores internacionales lo han venido midiendo y señalando, no ahora, sino durante la última década, lo mismo las evaluaciones de The Economist Intelligence Unit, que V-Dem Project, Freddom House, IDEA Internacional o la propia encuesta regional del Latinobarómetro, en todas ellas México tiene reservado un papel estelar en el concierto de la erosión de la democracia global, especialmente desde 2019 y hasta el presente. La demolición del poder judicial es la puntilla, la última gran llaga sobre la que (como los dedos de Santo Tomás) el señor Zedillo ha venido a discutir y anunciar: la democracia mexicana ha sido demolida.
Los más lúcidos, los más serios -por serlo- habían matizado ese juicio, habían ponderado todo lo que de nuestra democracia aún pervive, es decir, aún hay jueces que juegan su papel de control constitucional y legal. Aún hay gobiernos locales, municipales, partidos y políticos visibles que se oponen y se organizan. Aún hay periodistas, intelectuales y medios de comunicación críticos. Aún hay enormes movilizaciones de contingentes inconformes y plurales. Aún hay universidades y centros autónomos que enseñan, investigan y publican en libertad. Allí están las obligaciones internacionales del gobierno mexicano. Democracias de otros países que nos observan y exigen. Una sociedad civil que aún se moviliza, todo eso es cierto, sí, pero pocos, muy pocos, habían recapitulado el conjunto de la destrucción y declarado el paso siguiente: la democracia mexicana “ha sido asesinada”, en palabras de Zedillo.
En resumen: la inesperada aparición del expresidente tiene el peso de la claridad y de la sustentación de sus dichos en hechos públicos. Lo dice un protagonista que no impidió, sino que encauzó la fuerza de la democratización mexicana, viniendo el de un sistema autoritario. Es el responsable de la principal modificación que cambió -en el sentido correcto- al poder judicial mexicano en la segunda mitad del siglo XX. Lo hace con oportunidad, antes de consumado un retroceso inmenso en la misma área y, lo que no es nada menor, se convirtió en un personaje relevante -con eco mundial- que vino a cantar unas cuantas verdades que no todos se habían animado a decir.
En mis propias palabras, México ya no vive en una democracia y ese hecho histórico, encontró en el personaje a su albacea testamentario.