
La corrupción mexicana sigue proyectando un paisaje que no acaba a la vista del horizonte -ni espacial ni temporal- y luego de un sexenio completo (y meses) demuestra ser una enfermedad persistente, amplia y enraizada.
Después de ese tiempo, estamos en condiciones de decirlo: nuestro populismo ha carecido de diagnósticos, ha eliminado a funcionarios profesionales, ha demolido los instrumentos para su combate y, por lo tanto, no puede ofrecer ningún resultado. La corrupción sigue tan viva y tan extendida como con los “de antes”… y más.
Grosso modo, este es el diagnóstico que ofrece Mauricio Merino en su libro El Estado capturado (Editorial Terracota, 2024), parte de una importante colección editorial que coordina el investigador J.J. Romero.
“Primero los pobres” fue el estandarte número uno, pero se suponía que “acabar con la corrupción” era y por mucho, la segunda gran bandera en el programa electoral y de gobierno de López Obrador desde 2018 y, por lo tanto, una de las expectativas cardinales para esta administración. Terminó su mandato y pasó todo lo contrario.
No cabía esperar un genuino combate a la corrupción si la decisión gubernamental fue, primero enanizar y luego paralizar el sistema de instituciones y leyes que están allí, precisamente para dicho combate. Durante el sexenio de López Obrador, testificamos una decisión deliberada para ignorar leyes e instituciones, coordinación y políticas anticorrupción.
Pero, nos dice el autor, hay un problema previo y acaso más grave: no se asume que la corrupción es en todas partes un tejido de redes, no sólo la maldad o la planificación astuta de una persona o de una pequeña banda, la corrupción es un sistema, o mejor, el producto de un ecosistema, que debe eliminarse, asimismo, con sistema, estrategia y un compromiso fuera de toda duda.
Cuando el presidente López Obrador individualizó o personalizó en nombre la corrupción, renunció a una política estatal. “La rabia no se acaba con la muerte de un perro”, dice el autor, la rabia se sigue reproduciendo porque siguen existiendo las condiciones (el ecosistema) que la propicia.
Pero esa personalización no fue, ni es, nada inocente, simplemente un error. Se personalizó para hacer política, no justicia, no la aplicación de la ley, sino para sacar ventaja de la situación y de sus adversarios políticos. De ese modo, el caso Lozoya -que es el único “pez gordo”-, quedó reducido a la voluntad delatora de un solo sujeto y sus veleidades. La puntual justicia y la rendición de cuentas ha dependido de los mismos delincuentes a los que dice perseguir.
Todas las evidencias y los casos que implicaron tan directamente a su gobierno (SEGALMEX, la casa de Houston, desvío de los apoyos a damnificados, el exorbitante sobrecosto de las “obras insignia”, etcétera) no impidieron que el mandatario, López Obrador, declarara sin rubor: “en el gobierno federal no hay más corrupción porque el presidente -refiriéndose a sí mismo- no es corrupto” (21 de marzo de 2021). De modo que la negación a las instituciones y a los instrumentos que México tiene para combatir la corrupción está acompañada de la negación discursiva del fenómeno mismo. ¿Lo ven? esa retórica es, en el fondo, otra manera de evadir los problemas y de voltear para otro lado.
Pero la expansión populista, agrego yo, ha puesto en marcha un nuevo abrevadero para la corrupción masiva, una poderosa motivación política para su reproducción. Una estructura paralela a las instituciones (servidores de la nación), dueña de grandes recursos, utilizados sin reglas de operación, por fuera de revisión o rendición de cuentas, completamente dependientes de las decisiones de los operadores políticos intermedios y cuya misión ha sido, no la erradicación de la pobreza, sino garantizar la influencia electoral del partido en el gobierno y la presencia personalísima en territorio, del líder y entonces presidente, López Obrador.
Y aquí llegamos al punto medular, siguiendo al investigador de la University College, Brian Klaas (autor de Corruptible): el autoritarismo no es ajeno a la corrupción y el populismo tampoco. Ambos son un medio ambiente propicio para ella, en tanto asumen como propósitos vitales, la disminución de contrapesos, la disminución de la transparencia, inhibe la rendición de cuentas y de modo más general, ignora a las leyes que deberían acotar su propia actuación. El telón de fondo: la corrupción es indisociable del autoritarismo.
Si comprendemos eso, nos será fácil deducir la importancia crítica que tiene para estos gobiernos, la eliminación de las instituciones autónomas y sobre todo, la captura del poder judicial, pues en verdad, con ello se cierra el círculo del programa populista, se instaura el ecosistema propiciatorio para la discrecionalidad y la arbitrariedad.
Así que, entre las muchas aberraciones contenidas en las elecciones de ayer, una que discutimos poco, pero que está en la médula de la política, es la de abrir las compuertas para la impunidad y asegurarse que permanezcan así, sin molestos jueces ni fiscalías independientes.
Los corruptos y los corruptibles, sonríen.