
«No hay paz posible sin un verdadero desarme.»
Papa Francisco
Esta mañana, mientras leía las noticias, los ojos se me nublaron. Gaza arde otra vez. Desde Rafah hasta Jan Yunis, los bombardeos no cesan. Más de 36 mil muertos. Miles de ellos niños. Hospitales reducidos a polvo. Familias atrapadas bajo los escombros… el mundo, como tantas veces, permanece mudo. Pero entre el ruido de la guerra, una voz se alza con timidez: la del Papa León XIV. Quien ha dicho: «¡que se detenga el fuego, se detenga, por favor! Que haya espacio para la ayuda humanitaria y que se liberen a los rehenes.» La guerra es una derrota. Toda guerra es una derrota. Cerré los ojos un instante. Tal vez fue el cansancio. Tal vez el alma buscando consuelo. Me quedé dormido. Y entonces lo soñé.
Soñé que León XIV volvía a aparecer en cadena mundial. Su rostro era el mismo: sereno, pero endurecido por la compasión. Y su voz, más firme que nunca: —He pedido, he suplicado, he clamado por la paz. Hoy abandono el Vaticano. Viajo a Gaza. Me colocaré entre las bombas y los niños como escudo humano. Si quieren sangre, que tomen la mía. Pero no una gota más de los inocentes… con los niños no. Lo seguían tres miembros de la Guardia Suiza. Él no quería que lo acompañaran, pero ellos insistieron: —Si usted va como escudo humano —dijeron—, nosotros también.
En el sueño, su decisión se propagaba como un relámpago espiritual. Las iglesias de Oriente y Occidente paulatinamente se unían. Patriarcas, imanes, rabinos, monjes budistas, pastores, agnósticos, ateos y hasta masones de diferentes ritos firmaban un manifiesto conjunto: «Ninguna divinidad puede justificar una masacre.» León XIV caminaba por los escombros de Rafah con la estola blanca y la cruz desnuda. A cada paso, las armas callaban. Los drones se detenían en el aire. Hasta el sol parecía bajar la mirada. Un anciano lo tocó y lloró. Una niña se aferró a su sotana. Un soldado bajó el fusil. Israel intentaba detenerlo. Estados Unidos rogaba por su seguridad. La ONU exigía una tregua. Y los pueblos —oh, los pueblos— salían a las calles: creyentes, ateos, jóvenes, ancianos, todos, de todas partes. Porque, por fin, alguien se había interpuesto entre el horror y la esperanza. El mundo contenía el aliento.
Y entonces desperté, con el corazón acelerado. Volví a mirar las noticias. Gaza seguía entre bombas. Pero ahí estaba, todavía, la voz del Papa, como una llama que se niega a extinguirse. No había partido rumbo a Palestina, no había abandonado la comodidad del Vaticano, el Papa seguía realizando su oficio entre oro laminado, con lujos exorbitantes, viendo las noticias, leyendo los acontecimientos diarios del mundo, Gaza sigue ardiendo. No se había interpuesto físicamente. Pero su palabra seguía resonando, como si el mundo entero estuviera aún a tiempo de despertar. No es ficción que un Papa levante la voz. Pero todavía soñamos con uno que se atreva a caminar entre las bombas.