
La humanidad se encuentra en un punto de inflexión ecológico de dimensiones históricas. La acumulación de gases de efecto invernadero ha alcanzado niveles sin precedentes en la era antropocena, impulsando un calentamiento global que no solo altera el clima, sino que pone en riesgo la habitabilidad misma del planeta. Lejos de ser una advertencia abstracta, el cambio climático se expresa ya en olas de calor extremo, sequías prolongadas, inundaciones destructivas y desplazamientos humanos masivos por pérdida de medios de vida. En este escenario, se hace urgente pensar con radicalidad y actuar con profundidad pues es urgente transformar los fundamentos mismos de nuestra relación con la Tierra.
El primer imperativo, desde el punto de vista científico y ético, es frenar la emisión de gases de efecto invernadero. A pesar de los compromisos internacionales asumidos en el Acuerdo de París y de las sucesivas Conferencias de las Partes (COP), las emisiones globales de dióxido de carbono, metano y óxidos de nitrógeno no han dejado de crecer. La meta de contener el calentamiento por debajo de los 1.5°C respecto de los niveles preindustriales se aleja cada vez más año tras año; lo que hace obligado un cambio drástico en la matriz energética global, con la eliminación progresiva y acelerada del uso de combustibles fósiles y una transición justa que no deje a nadie atrás.
La pérdida de biodiversidad es otra cara del mismo desastre ecológico. Millones de especies se enfrentan a la extinción por la destrucción de hábitats, la sobreexplotación, la contaminación y el cambio climático. Las selvas tropicales, los arrecifes de coral, las zonas húmedas y los glaciares desaparecen o se degradan a ritmos sin precedentes. Ante ello, es indispensable acelerar la inversión pública y privada para la recuperación de bosques, selvas y ecosistemas afectados por la acción humana.
La restauración ecológica debe ser una prioridad estratégica global: implica reforestar con especies nativas, proteger corredores biológicos, detener la expansión agrícola devastadora y fortalecer los sistemas comunitarios de custodia de la naturaleza.
Asimismo, mitigar y revertir los efectos del cambio climático exige el fortalecimiento de capacidades institucionales, científicas y comunitarias: es necesario construir infraestructura resiliente, transformar los sistemas de producción agrícola y urbana, y proteger a las poblaciones más vulnerables. Esto requiere recursos financieros, transferencia de tecnología y cooperación internacional efectiva. Países en desarrollo, que suelen ser los menos responsables de las emisiones históricas, enfrentan los mayores impactos. En consecuencia, urge implementar mecanismos financieros de justicia climática, que permitan a estos países adaptarse sin sacrificar sus aspiraciones de desarrollo humano digno.
El tránsito hacia un modelo energético basado en fuentes renovables, verdes y limpias -como la solar, la eólica, la geotérmica y la mareomotriz- puede ser la columna vertebral de la transformación ecológica. Sin embargo, la transición energética ocurre con lentitud desigual. Algunos países han reducido su dependencia del carbón y el petróleo, pero otros continúan expandiendo su infraestructura fósil. Se necesita un marco internacional vinculante, que establezca calendarios comunes, metas ambiciosas y mecanismos de cooperación técnica y financiera.
El agua, como sustancia vital y como bien común, se encuentra bajo una presión sin precedentes. El ciclo hidrológico ha sido alterado por el cambio climático, la deforestación, el crecimiento urbano desordenado y la sobreexplotación y la contaminación de acuíferos. Millones de personas carecen de acceso seguro a agua potable. En este contexto, las sequías y los conflictos por el agua son ya una realidad. Por ello, urge una nueva gobernanza del agua que priorice la gestión sostenible, el respeto a los ciclos naturales y la equidad en el acceso. Esto implica integrar el conocimiento científico con los saberes ancestrales y comunitarios, proteger las fuentes de agua, restaurar ríos y lagos, y repensar el diseño urbano e industrial para que sea hídrico-resiliente.
Durante siglos, la modernidad occidental ha concebido a la naturaleza como un objeto disponible, una reserva pasiva de recursos explotables. Este paradigma instrumental ha roto el equilibrio que existía entre los humanos y su entorno, y ha promovido una lógica extractiva, acumulativa e insaciable.
La filosofía de la naturaleza, desde Spinoza hasta Hans Jonas y Félix Guattari, nos recuerda que no somos espectadores externos del mundo, sino una parte intrínseca de él. La Tierra es, ante todo, un organismo complejo y simbiótico. Por eso, una ética ambiental contemporánea debe articular el principio de responsabilidad intergeneracional, tal como lo propuso Jonas, junto con los principios de precaución y prevención.
Al mismo tiempo, debemos construir una nueva mirada ética, que reconozca el valor intrínseco de las especies no humanas. El derecho al agua, a la existencia y a la regeneración no debe ser exclusivo de los humanos y antes bien, debe proteger a todo lo viviente en nuestra casa común. Animales, plantas y ecosistemas deben ser vistos como sujetos de derecho, como parte de una comunidad biocéntrica. En ello se cifra la posibilidad de una civilización verdaderamente sostenible: una civilización del cuidado, que asuma su lugar en el entramado de la vida con humildad, con conciencia y con amor.
En suma, el presente exige no solo una acción climática urgente, sino también una transformación profunda de nuestra racionalidad colectiva. Lo que está en juego no es solo el clima o la biodiversidad, sino el sentido mismo de la vida humana sobre la Tierra. O transformamos nuestra forma de habitar el mundo, o nos dirigimos sin retorno a la catástrofe. La elección es nuestra. Y el tiempo, como la Tierra, ya no espera.
Investigador del PUED-UNAM