Opinión

En el umbral del abismo: rutas para una política humana

Irán lanza su látigo de venganza Los misiles iraníes atravesaron el espacio aéreo de la Franja de Gaza antes de alcanzar objetivos dentro de Israel. (HAITHAM IMAD/EFE)

Vivimos una época de devastación simultánea. El siglo XXI se encuentra a la mitad de su tercera década con una intensificación de todas las formas posibles de crisis: ecológica, política, ética, económica y civilizatoria. Las guerras se multiplican -Gaza, Ucrania, Sudán, Yemen, y ahora Israel vs Irán- mientras los países más ricos rearman sus arsenales, abren nuevas rutas de dominio financiero y multiplican sus intervenciones, directas o indirectas. La naturaleza, devastada por un capitalismo indiferente al equilibrio del planeta, responde con sequías extremas, incendios descontrolados y una pérdida irreversible de biodiversidad. La economía mundial, lejos de ofrecer una solución, profundiza la desigualdad con sus mecanismos de concentración, extractivismo y privilegio fiscal.

En este panorama sombrío, la democracia -la promesa más noble de la modernidad- se ve arrinconada. Los populismos autoritarios y los discursos de odio resurgen con fuerza, aprovechando los vacíos éticos de las élites y el dolor de los pueblos. El hambre persiste, los derechos se relativizan, y las niñas y niños -los más vulnerables, los más olvidados- siguen siendo víctimas de sistemas que los explotan, abandonan o invisibilizan. A menos de cinco años del 2030, los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) se ven más como una ilusión burocrática que como una brújula para la justicia global.

Frente a este abismo, cabe una pregunta urgente: ¿qué rutas son aún transitables para defender la dignidad humana? ¿Qué acciones pueden emprenderse, aquí y ahora, para evitar que esta fase terminal del capitalismo se convierta también en una fase terminal para la vida misma?

No hay salida si no se reconstituye el fundamento ético de la política. La mentira, el cinismo y la manipulación mediática son armas comunes de líderes como Trump, Putin, Kim Jong-un, Milei y tantos otros que han convertido el poder en espectáculo y el odio en plataforma. Frente a ello, la primera resistencia debe ser epistémica: una defensa radical de la verdad, del pensamiento crítico y del debate público informado. Los sistemas educativos deben ser liberados de la lógica mercantil para recuperar su vocación formadora de sujetos éticos, autónomos y comprometidos con el bien común.

Una política basada en la ética implica también retomar el horizonte de los derechos humanos como piedra angular de cualquier acción pública. No es posible hablar de desarrollo si millones de personas siguen muriendo por causas evitables, si las infancias siguen sin acceso a agua potable, salud, educación, vivienda y protección contra la violencia.

Urge igualmente una reforma fiscal global que elimine los paraísos fiscales, que imponga impuestos progresivos a la riqueza extrema, que obligue a las grandes corporaciones a pagar su parte justa. El FMI, el Banco Mundial, el G20 y la OCDE deben dejar de ser cómplices de los intereses corporativos y asumir un papel de transformación. Se requiere un nuevo contrato social global, donde los derechos sociales y económicos no dependan del azar de la geografía ni del estatus migratorio.

Redistribuir el poder implica también fortalecer las organizaciones de base, los movimientos sociales, los pueblos indígenas, los sindicatos y las organizaciones de la sociedad civil. Son estos actores los que, desde abajo, pueden oponer un contrapeso a los nuevos autoritarismos. Redistribuir la voz implica garantizar el acceso universal a internet, a los medios libres y a la expresión cultural de todos los pueblos, contra la hegemonía de las narrativas del norte global.

Si hay un punto de partida incuestionable, es este: toda política futura debe colocar a las niñas y niños en el centro: como sujetos plenos de derechos y protagonistas del porvenir. Esto implica garantizar su acceso a entornos seguros, a una educación transformadora, a una salud integral y a espacios de juego, participación y afecto. Implica también una transición hacia economías que no comprometan su futuro: ecológicamente sostenibles, socialmente justas y culturalmente inclusivas. Este giro solo es posible si se integran las agendas de derechos de la infancia con las de justicia ambiental. La lucha contra el cambio climático no puede desligarse de la lucha por la niñez, pues son ellos quienes heredarán el planeta que hoy se deshace.

De manera preocupante, sin embargo, la política internacional está poblada hoy de figuras grotescas: líderes que exaltan el racismo, que criminalizan a los pobres, que promueven el negacionismo climático, y que promueven la violencia como forma de control. No basta denunciarlos: hay que construir alternativas.

La resistencia debe ser también jurídica, con cortes y tribunales que frenen el avance del autoritarismo. Debe ser institucional, con parlamentos y organismos internacionales que mantengan viva la arquitectura de los derechos humanos. Pero, sobre todo, debe ser cultural y comunitaria: una pedagogía del cuidado, una ética del nosotros, una reapropiación de lo público como lugar de lo común.

No hay soluciones mágicas. Pero sí hay decisiones humanas que pueden cambiar el rumbo. Poner fin a las guerras -incluyendo las económicas y simbólicas-; detener el ecocidio; combatir la desigualdad con políticas fiscales ambiciosas; garantizar los derechos de las infancias; proteger la democracia frente a sus enemigos; construir una nueva cultura del cuidado. Todo ello es posible, si hay voluntad colectiva, lucidez ética y coraje civil.

El siglo XXI aún puede ser el siglo de la dignidad. Pero no lo será por inercia. Será el siglo de la dignidad solo si lo hacemos tal, con cada acción, con cada palabra, con cada vida desplegada en toda su potencia y universo infinito de posibilidades.

Investigador del PUED-UNAM

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