
Cauto antes las posibles repercusiones por narrar sus años de presidio en la horrenda cárcel siberiana donde fue confinado por largos años, Dostoievski deslizar una idea espantosa sobre uno de los peores efectos de la cárcel: la pérdida de la individualidad, del tiempo personal, de las cosas privadas. Los otros que siempre te venm.
“…Más tarde comprendí que, además de la privación de libertad, además de los trabajos forzados, existe en la vida carcelaria un tormento quizá más duro que todos los demás: la convivencia forzosa. La convivencia existe, desde luego, en otras partes; pero a un presidio llega gente con la que no todo el mundo querría convivir, y estoy seguro de que todos los presos sentían ese tormento…”
La vigilancia constante produce algo evidente: la imposibilidad de estar sólo, guardado en uno mismo, “ensimismado”. Pero eso es parte del castigo. La libertad no consiste sólo en la capacidad de desplazarse. Reside fundamentalmente en ser uno mismo, en saber con quién se habla, con quien se quiere convivir y confiar. Sobre todo la capacidad para decidir actividades y pensamientos,
La cárcel es un mundo cerrado. Y las ciudades de hoy son cárceles abiertas porque tanto como en los presidios formales resulta muy difícil saberse individual, tener secretos o intimidad. En la ciudad el yo se disuelve por la proliferación de los datos individuales.
El gobierno auxiliado por el omnipresente y entrelazado mundo digital, ha logrado --en nombre de una imaginaria seguridad colectiva--, la colectivización forzada: la pérdida de la identidad como una propiedad personal.
Los sistemas de vigilancia permanente por medio de cámaras cuyo ojo nictálope (como decía Lugones de la mirada del león cautivo) vigilan calles, avenidas y comercios, centros comerciales, entradas y salidas de edificios y estacionamientos, restaurantes, hoteles y hasta iglesias; agencias funerarias y hospitales.
Los patrones confirman puntualidad de sus trabajadores con huellas digitales registradas en lectores verde esmeralda. Los extranjeros cargan en sus archivos el iris de nuestros ojos y el laberinto circular de nuestros dedos --como nos enseñó Henry Faulds desde el siglo XIX--, los nombres, el domicilio, los sitios de empleo, los hábitos; todo queda registrado, el tono del cabello o la cicatriz en la mejilla, la preferencia sexual o los hábitos de comercio.
Somos el archivo ambulante de algo llamado individuo en otro tiempo.
Hoy México, cuya costumbre siempre es llegar tarde a todo en este y los demás tiempos, aplica legalmente un nuevo registro único poblacional con evidencia de control total del individuo con fácil extensión a sus demás datos.
Todo el afán se encubre –más allá de lo obvio--, en la búsqueda de la seguridad ciudadana. Una fantasía.
La geolocalización del ciudadano hasta para una transferencia bancaria; (cuánto tiene y en cual de los patios del enorme presidio se mueve) o pedir un taxi, consultar el GPT o el Waze; abre la puerta a la colección de datos (bendito sea el fisco), su dinero, sus bienes, el registro de sus propiedades, todo, absolutamente todo hasta sus expedientes médicos, queda en las nubes de información a las cuales no sólo él tiene acceso.
Hace algunos años Dante Delgado no impidió la venta de los datos del Registro Nacional de Electores comercializados impunemente por alguien de su partido.
Los ciudadanos hoy somos tratados por nuestro gobierno como los Estados Unidos tratan al país. En el extremo abuso del espionaje tolerado por la fuerza de quien fisga, husmea, observa, interviene.
“Es falso que la geolocalización se aplicará en cualquier ciudadano, solo se hará cuando se trate de algún delincuente y por orden judicial”, ha dicho CSP.
Ernestina Godoy ha contado un cuento de hadas:
“¿Para qué? Para volver más eficiente la búsqueda de personas a través de herramientas tecnológicas, a través de la ciencia y la coordinación institucional y garantizar el derecho a la identidad y protección del Estado, usando la CURP de manera generalizada”