
Morena y sus gobiernos no inventaron la delincuencia en México. Solamente la estimularon mediante la condena a cualquier intento anterior de someter a los “generadores de violencia”, como se les llama cursimente. Sin embargo, no toda actividad ilícita es violenta de por sí. Existen los delitos incruentos, sutiles, como los llamados “de cuello blanco”.
Si de manera absolutamente arbitraria se puede plantear una hipótesis, podríamos decir la censura cuatroteísta a la llamada “guerra de Calderón”, quizá el más serio y peor ejecutado intento de desmantelar toda la estructura criminal en el país, fue simplemente la convocatoria a una alianza frente a la cual México cerró los ojos.
No obstante, otros --también de manera excesiva y por un pretexto dominante-- los abrieron: los Estados Unidos. Por eso el gobierno de Trump prácticamente desde su inicio y como una eficiente bandera nacionalista, denunció la “intolerable” alianza entre los poderes públicos y los fácticos, especialmente los cárteles de la droga, de los cuales sobresale como ahora vemos, la organización sinaloense en todas sus vertientes.
Si líneas arriba dije de la apertura de los cuarteles convocada por Calderón para domeñar a la delincuencia y si fuera posible (no lo es), acabar con ella, como el intento más serio en ese sentido, tampoco se puede incurrir en la ingenuidad de creer en la buena voluntad de sus acciones.
La Guerra de Calderón fue una maniobra de afianzamiento militar en el poder disputado por un movimiento imparable (a mediano plazo), cuya insistencia en la crítica y la movilización permitió el ascenso de Morena y la consolidación del Ejército como fuerza de control policiaco, con los excesos contemporáneos.
Si Calderón se apoyó en el Ejército para legitimar una presidencia escuálida, Morena lo hizo --excesivamente--, para consolidar un poder indiscutido en cuya conformación se dieron las alianzas con los criminales defectuosamente perseguidos por el gobierno “espurio”. No hay otra manera de entender el lema cínico de los abrazos sin balazos.
Hoy las cosas, a pesar de los muchos éxitos parciales de la nueva estrategia, no parecen satisfacer a quienes tienen mejores servicios de inteligencia bajo su control y mantienen a raya no al crimen organizado sino al gobierno amenazado: los Estados Unidos. Otra vez.
La cifra de 25 mil criminales detenidos de octubre a estas fechas, ofrecida por Omar García Harfuch, el todopoderoso segundo en el gobierno de CSP, es absolutamente apabullante: por su volumen y por su visible defecto: ni uno sólo de ellos forma parte de la protección política necesaria para el funcionamiento impune de las organizaciones criminales.
Las capturas; los decomisos de 188 toneladas de drogas de diverso tipo; el aseguramiento de mil 160 laboratorios no rompe el binomio “intolerable” de la alianza con el gobierno. Al menos eso piensa el gobierno de los Estados Unidos, el único con capacidad para poner al régimen contra la pared.
Por eso, el sábado Donald Trump le mandó una amenazadora carta a la presidenta Sheinbaum, quien la leyó todavía sin reponerse de los efectos de un imprudente, inoportuno y comprometedor viaje a Sinaloa.
“…Estados Unidos impuso aranceles a México para hacer frente a la crisis del fentanilo en nuestro país, causada, en parte, por la incapacidad de México para impedir que los cárteles, formados por las personas más despreciables que jamás hayan pisado la Tierra, introduzcan estas drogas en nuestro país. México me ha estado ayudando a asegurar la frontera, pero, lo que México ha hecho, no es suficiente”.
La frase “me ha estado ayudando” es una navaja con varios filos. Equivale a decir, sus acciones públicas deben darme gusto, no para gobernar en favor de los mexicanos. Ya si después, como inevitable consecuencia de las políticas públicas dictadas desde Washington, los mexicanos resultan beneficiados, tanto mejor.
Pero primero los intereses y dictados del imperio.
Ese planteamiento debería ser el meollo de todo rechazo. No las opiniones sin calidad del abogado de Ovidio.
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