
La fecundidad adolescente en México representa una de las expresiones más crudas de las desigualdades estructurales y de género que atraviesan a la sociedad mexicana. A pesar de los avances registrados en los últimos años, con una disminución nacional del 16.7 % en la tasa específica de fecundidad adolescente entre 2015 y 2023, los datos más recientes publicados por el Consejo Nacional de Población (CONAPO) revelan que aún existen municipios en los que ser niña o adolescente y enfrentar el reto de un embarazo adolescente no es un caso excepcional, sino una condición social.
En diversas regiones del país, particularmente en estados como Guanajuato, Chiapas, Guerrero, Veracruz y Oaxaca, cientos de adolescentes entre los 15 y 19 años dan a luz cada año, muchas veces sin haber tenido la oportunidad de ejercer su derecho a decidir, a comprender los riesgos de su maternidad precoz, o siquiera de haber recibido una educación sexual integral que les permita prevenir estos embarazos.
el embarazo en adolescentes es un hecho social, en el sentido que le dio Marcel Mauss: involucra relaciones de poder, desigualdades económicas, estructuras culturales profundamente arraigadas y, sobre todo, vulneraciones múltiples a los derechos humanos de niñas y adolescentes. Es decir, cada embarazo en una adolescente menor de edad constituye una intersección de múltiples ausencias del Estado: de políticas públicas eficaces, de protección frente a la violencia sexual, de acceso a servicios de salud sexual y reproductiva, y de reconocimiento de su autonomía corporal.
Lo que está en juego en este fenómeno es la posibilidad misma de construir una sociedad en la que las mujeres jóvenes sean reconocidas como sujetas de derecho, capaces de tomar decisiones libres sobre sus cuerpos y sus proyectos de vida. Sin embargo, la realidad es mucho más sombría: los embarazos en adolescentes son muchas veces consecuencia directa de contextos de pobreza, marginación, violencia, desinformación y de una estructura patriarcal que sigue imponiendo sobre las niñas y adolescentes un mandato de maternidad temprana, como si su único destino fuera la reproducción; y en los peores casos, de violencia sexual.
La lectura que ofrecen los datos municipales de CONAPO permite constatar que los territorios con mayor incidencia de fecundidad adolescente coinciden con aquellos en los que la pobreza es más intensa, el acceso a servicios de salud y educación más limitado, y las oportunidades de desarrollo personal y profesional, prácticamente inexistentes.
Lo más alarmante es que una parte significativa de los embarazos en adolescentes, especialmente en menores de 15 años, son consecuencia directa de violencia sexual. En estos casos, el embarazo es la consecuencia de un crimen. La legislación mexicana prohíbe el matrimonio infantil y, sin embargo, en la práctica, la unión temprana persiste en amplias zonas del país.
Al embarazo temprano le siguen consecuencias devastadoras: la deserción escolar, la exclusión del mercado laboral, la dependencia económica y afectiva, y una mayor exposición a relaciones violentas. Las adolescentes madres difícilmente logran retomar su trayecto educativo, y en muchos casos, ni siquiera encuentran espacios institucionales que les brinden acompañamiento emocional, atención psicológica, cuidados prenatales adecuados o acceso a guarderías comunitarias. La maternidad temprana, lejos de empoderar, suele conducir a trayectorias de vida limitadas, truncadas, marcadas por la precariedad y la subordinación.
La política pública ha intentado responder a este fenómeno con estrategias como la ENAPEA (Estrategia Nacional para la Prevención del Embarazo en Adolescentes), pero su impacto ha sido desigual y, en muchos casos, superficial. Aunque en algunas regiones ha permitido avanzar en educación sexual y en el acceso a métodos anticonceptivos, su implementación está lejos de ser universal, equitativa o sostenida. Además, enfrenta resistencias culturales, institucionales y políticas, particularmente en contextos donde la influencia de grupos conservadores impide la enseñanza plena de los derechos sexuales y reproductivos. De ahí la importancia de que cualquier política en la materia no sólo se enfoque en la reducción de cifras, sino que esté basada en un enfoque interseccional, de derechos humanos y de justicia reproductiva.
Lo que se requiere es una transformación profunda de las condiciones sociales que permiten y reproducen el embarazo adolescente. Esto implica garantizar una educación sexual integral desde la infancia, asegurar el acceso efectivo –no sólo legal– a métodos anticonceptivos y servicios de salud reproductiva, proteger a las niñas y adolescentes de la violencia sexual y de las uniones tempranas, y construir entornos de acompañamiento que favorezcan su desarrollo integral. Pero también implica desafiar las narrativas patriarcales que romantizan la maternidad precoz o que invisibilizan su carácter forzado.
En última instancia, el embarazo adolescente debe ser entendido como una forma de violencia estructural. No es un problema de exclusivo de las adolescentes y sus familias, sino del Estado y de la sociedad que han fallado en garantizarles una vida libre, plena y digna. La disminución de las tasas no puede hacernos perder de vista que mientras haya niñas de 10, 12 o 14 años que son madres, estaremos frente a una profunda violación de derechos humanos.
México tiene una deuda histórica con las niñas y adolescentes. Reconocerlas como sujetas de derecho, dotarlas de las herramientas para ejercer su autonomía, y protegerlas de todo tipo de violencia debería ser el núcleo de cualquier política pública orientada al futuro. De lo contrario, lo que se está gestando no son sólo vidas marcadas por la exclusión, sino una sociedad que continúa fallando en su promesa de igualdad, justicia y libertad.
Investigador del PUED-UNAM