Opinión

La república de la desigualdad: entre el crimen, el poder y el colapso

CHIMALHUACÁN, ESTADO DE MÉXICO, 07JULIO2015.- Miles de personas recibieron pantallas digitales de 24 pulgadas, tras ser beneficiarios de algún programa de SEDESOL en el municipio, dicho canje forma parte del programa para la transición hacia la Televisión Digital Terrestre. Chimalhuacán es uno de los municipios donde registra mayor pobreza en el Estado de México. FOTO: SAÚL LÓPEZ /CUARTOSCURO.COM (Saul Lopez)

Desde las primeras observaciones del Barón Alexander von Humboldt en su paso por la Nueva España, hasta los análisis más recientes, México ha sido caracterizado como un territorio de enormes recursos y capacidades, pero minado por abismos sociales. Humboldt ya advertía, a inicios del siglo XIX, la desigual distribución de la riqueza, el poder concentrado en unas cuantas manos y la miseria extendida. Nada de fondo ha cambiado. Las formas se han transformado, los discursos se han sofisticado y los sistemas políticos han transitado por diversas formas, pero la estructura profunda de la desigualdad ha persistido como una constante histórica.

En este escenario, la autodenominada Cuarta Transformación (4T) ha intentado construir un nuevo relato nacional, basado en la promesa de justicia social, distribución de recursos, soberanía económica y bienestar universal. Sin embargo, a más de seis años del inicio de este proceso político, los resultados contrastan con la narrativa. Es cierto que se han ampliado los programas sociales, y que la pobreza se ha reducido. Pero la realidad muestra una tendencia inquietante: la riqueza de los ultra millonarios mexicanos no sólo no se ha atemperado, sino que ha crecido exponencialmente. Según datos de OXFAM, el patrimonio de las personas más ricas del país ha alcanzado niveles históricos. Este fenómeno no es ajeno a las lógicas del capitalismo global, pero sí revela una contradicción con el modelo de Estado social que la 4T proclama representar.

Al mismo tiempo, el PIB per cápita se ha estancado, e incluso en algunas regiones del país ha experimentado retrocesos. La brecha entre el norte industrializado y el sur empobrecido permanece intacta, y el crecimiento económico sigue concentrado en sectores extractivos o de bajo valor agregado. El mercado laboral, por su parte, continúa atrapado en una estructura marcada por la informalidad, los bajos salarios, la rotación excesiva y la ausencia de derechos efectivos para amplios sectores de la clase trabajadora. El empleo digno sigue siendo un privilegio, no un derecho garantizado por la economía nacional. Y aunque el salario mínimo ha experimentado aumentos significativos, estos no se han traducido en una mejora integral de las condiciones de vida, lo que confirma que el desarrollo integral implica mejoría de los ingresos, pero sobre todo, cumplimiento integral de los derechos humanos.

A este ya complejo panorama se suma un fenómeno aún más disruptivo: el crecimiento, la consolidación y la diversificación del crimen organizado en el país. No se trata ya solo de cárteles que controlan rutas de tráfico o siembran violencia focalizada. Hoy, el crimen organizado constituye una forma de poder paralelo que disputa el territorio, la legitimidad y algunas funciones sustantivas del Estado. Controla mercados locales, impone reglas de convivencia, administra justicia informal y ejerce coerción armada con capacidades logísticas que rivalizan con las de las instituciones oficiales. En efecto, la macro criminalidad se ha convertido en una amenaza estructural a la soberanía del Estado mexicano: su penetración alcanza Secretarías de Estado, gubernaturas, congresos locales y órganos de justicia, llevando así a que la línea que divide al crimen y la política se ha desdibujado peligrosamente.

La relación bilateral con Estados Unidos también ha sido trastocada por esta realidad. Los temas de cooperación en seguridad, migración y economía han sido atravesados por la presión que ejerce el crecimiento del tráfico de fentanilo, el aumento de las adicciones y la multiplicación de las redes criminales transnacionales. Washington exige resultados, y México responde con narrativas defensivas que eluden el reconocimiento del problema estructural.

Las reuniones diplomáticas se llenan de promesas y cifras de decomisos, pero la raíz del problema sigue intacta: una estructura social descompuesta, un aparato estatal vulnerable a la corrupción y una economía que expulsa a millones de personas a la ilegalidad. Al respecto, deberíamos comenzar con una política integral de seguridad, que no se limite a la contención criminal, sino que atienda las causas profundas de la violencia. Esto incluye una política seria, humanista y científica de prevención del crimen, acompañada de procesos holísticos de prevención y rehabilitación de las adicciones, que desmantele el mercado interno de drogas sin criminalizar a quienes lo padecen.

Resulta indispensable reconocer que el Estado mexicano se ha constituido históricamente como un aparato contradictorio: por un lado, pretende garantizar derechos, representar la soberanía popular y organizar la vida colectiva en función del bien común; pero por otro, se encuentra capturado por lógicas de reproducción del poder oligárquico, de preservación de los privilegios, y hoy, de tolerancia o colusión con redes macrocriminales.

Esta contradicción ha alcanzado un nivel insostenible. La democracia mexicana, que ya venía desgastada por décadas de simulación, ha sido erosionada hasta sus cimientos por la concentración del poder en un solo partido, por la sumisión de los órganos constitucionales autónomos, por la persecución sistemática de la disidencia y por la ausencia de una oposición que sea ética, programática y socialmente representativa.

El proyecto de nación se ha reducido a la voluntad de una élite gobernante que reproduce con eficiencia las lógicas de exclusión, acumulación y control que ha caracterizado al Estado mexicano desde su origen. La tarea pendiente es monumental: se trata de repensar el Estado en tanto que abre posibilidades de emancipación; no solo como garante de orden, sino como promotor de justicia en todas sus dimensiones. Para ello, se requiere una nueva imaginación crítica, una pedagogía cívica, y sobre todo, una ética de la responsabilidad histórica.

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