Opinión

En la guerra fría, el gobierno de EU ejecutó 64 operaciones de cambio de régimen a través de operaciones encubiertas, término puesto de moda por el más conspicuo de los candidatos al Nobel de la Paz

Sesenta y cuatro de setenta

De acuerdo con una estudiosa del tema, en el periodo de 1947 a 1989, años que corresponden a la guerra fría, el gobierno norteamericano ejecutó setenta operaciones de cambio de régimen en el mundo. Sesenta y cuatro de ellas a través del método de operaciones encubiertas, término puesto de moda recientemente por el más conspicuo de los candidatos a premio Nobel de la Paz.

Dichas operaciones incorporaron una amplia gama de métodos que van del asesinato del líder de un país, el apoyo y patrocinio de golpes de Estado, inmiscuirse para manipular una elección democrática y la ayuda secreta o informal a grupos disidentes hasta propiciar disturbios y caos. Particularmente interesante para la investigadora de estas prácticas del poder en la política mundial es su planteamiento sobre el tipo de operaciones que pueden ser identificadas. Operaciones ofensivas dirigidas a derrocar a un rival militar o para romper una alianza rival. Operaciones preventivas para impedir a un determinado Estado emprender ciertas acciones tales como unirse a una alianza rival que lo convierta en una amenaza de seguridad nacional. Operaciones hegemónicas que buscan mantener la relación jerárquica entre el interventor y el intervenido. En fin, el menú es amplio y casi que el servicio se ajusta a las necesidades del cliente. (O’Rourke, Lindsey, Covert Regime Change: America’s Secret Cold War, Cornell Univ. Press, 2018)

O’Rourke sugiere que a pesar de la prevalencia de iniciativas encubiertas de cambio de régimen, la mayoría fallan en su objetivo de mantenerse secretas y generan repercusiones imprevistas debido a la profundidad de su intervencionismo y su carencia de legitimidad.

Obviamente en ese conteo no entran las operaciones militares sucedidas en contra de Irak y Afganistán para deponer y cambiar gobiernos a inicios de siglo XXI, ni tampoco el más reciente de junio de 2025 en Irán, o el que probablemente aliente en Venezuela, a juzgar por el intimidante despliegue militar frente a las costas de ese país, acompañada de una estrategia tan maniquea como brutal, de empatar narcotráfico y terrorismo, y como consecuencias de ello, a políticos y mandatarios.

Se hace innecesaria la presentación de pruebas, ya que basta con la palabra acusadora del poderoso entramado político y militar, y de quien lo gobierna.

Extraño apéndice de esa estrategia, parece ser el otorgamiento del premio Nobel de la Paz de este año, a una figura con nulos aportes a la paz mundial, pretendidamente luchadora por la democracia en su país a través de justamente del aliento a una invasión militar para deponer al tirano supuesto narcopresidente y, desde luego, instaurar la democracia, que seguramente sería al estilo de las ocupaciones militares en los territorios afgano e iraquí, casos ya mencionados líneas arriba.

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Polémica María Corina Machado, premio Nobel de la Paz 2025 (EFE)

Los resultados y consecuencias de esas promociones democráticas las seguimos viendo más de veinte años después. Justo es decir que no es la primera vez que el comité noruego del Nobel otorga un premio contencioso. Ya lo había hecho en 2009 cuando decidió premiar al cuadragésimo cuarto presidente de Estados Unidos por su supuesto apoyo al desarme nuclear, en un acto que se asemejó más bien a una especie de regalo de inicio de su primera presidencia. Difícil saberlo, pero da la impresión de que la obsesión por obtenerlo por parte del actual mandatario, obedece a que uno de sus villanos favoritos ya lo tiene en sus vitrinas y con argumentos tan poco sólidos como el de resolver ocho conflictos en ocho meses.

Un prestigiado profesor estadounidense sostiene que la promoción de cambios de régimen es una herramienta principal de la política exterior de su país, en la que subyace la idea de que cuando al gobierno no le agrada el gobierno de otro país actúa para deponerlo, máxime si es en lo que considera su patio de influencia.

Hace dos años se cumplieron cien de la proclamación de la doctrina Monroe, la cual en su génesis, en 1823, no tuvo una connotación injerencista, sobre todo porque en esa época Estados Unidos no era una potencia mundial y buscaba consolidar su independencia de escasos cuarenta y siete años por ese entonces, en tanto que la mayoría de los países de la región, incluido México, luchaban por la consecución de su independencia nacional y desprenderse del dominio colonial. De manera que el eje de esa doctrina a la postre infame, era advertir a las potencias coloniales europeas de la inadmisibilidad de intervenir en asuntos del continente Americano.

Las etapas posteriores no sólo vieron crecer el poder y la presencia estadounidense, como la guerra con México en la que nuestro país perdió más de la mitad de su territorio, entre otras humillaciones que dieron lugar a estereotipos que perviven al día de hoy. Con ello la doctrina Monroe fue adquiriendo su carácter intervencionista para introducir en la práctica el matiz de América para los estadounidenses.

En 1904, el presidente Theodore Roosevelt introdujo el corolario a la doctrina Monroe que lleva su nombre, para establecer que su país podía intervenir en los asuntos internos de los países latinoamericanos si cometían faltas flagrantes y crónicas. Esta sobreinterpretación de la doctrina original permitió a lo largo del siglo XX el uso de la fuerza militar en países como Cuba, República Dominicana, Haití, Panamá, Venezuela y Nicaragua, por citar algunos ejemplos.

Dos años después del centenario de la doctrina, ¿estamos acaso en la víspera de un nuevo corolario o solamente frente a la reedición de 1904?

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