Opinión

La muerte evitable y la pobreza del alma

Cementerio (Galo Cañas Rodríguez)

En la modernidad, a partir del siglo XIX, la reflexión en torno a la pobreza adquirió una relevancia mayor. Desde las ciencias empírico-analíticas, impulsadas por la lógica del progreso industrial, la pobreza fue concebida como una carencia cuantificable: falta de ingresos, insuficiencia alimentaria, privación de bienes y servicios. En el siglo XX, esa mirada se consolidó con el positivismo y, décadas más tarde, con el neoliberalismo, que redujo el concepto de bienestar al poder de compra y al crecimiento del mercado. Así, la pobreza dejó de ser una categoría moral o filosófica vinculada con la virtud o la justa medida, para convertirse en una ecuación estadística: un umbral de dinero que separa a los incluidos de los excluidos.

En esa lógica, los agoreros del fin de la historia llegaron a plantear, a finales del siglo XX y a principios del XXI, que el nivel de desarrollo científico y tecnológico, además de la “buena voluntad política planetaria”, expresada en consensos globales (Metas del milenio y después Objetivos del Desarrollo Sostenible) llevarían a la superación de la escasez material, de la pobreza planetaria y a la instauración, de una vez por todas, del desarrollo humano en toda la faz de la tierra.

Pero esa postura no es sino una síntesis de una contradicción radical: la de una humanidad que, aun rodeada lujos y excedentes al por mayor, sigue muriendo de hambre, de tristeza o de exceso. El caso mexicano no es ajeno a ello: las cifras oficiales señalan que la pobreza se ha reducido en los últimos años y que cada vez más personas cuentan con transferencias de dinero. Sin embargo, los datos de mortalidad del INEGI revelan otra verdad: en 2024 murieron más de 819,000 personas, y la gran mayoría de esas muertes -por enfermedades del corazón, diabetes, cáncer o violencia- son, más allá de la categorización de la salud pública, en sentido filosófico y ético, muertes evitables.

La modernidad es la época en la que la vida es administrada; el poder no solo gobierna, sino que gestiona la existencia biológica, convirtiéndola en “vida desnuda”. En este horizonte, las muertes mexicanas por causas prevenibles -hipertensión, cirrosis alcohólica, accidentes de tráfico, suicidios o homicidios- expresan varias de las formas contemporáneas del abandono. Son vidas que no llegan a ser plenamente políticas, que habitan la zona gris entre la existencia y el descarte. México se revela entonces como una comunidad desgarrada, donde la política y la economía prometen inclusión, mientras la muerte desnuda multiplica sus rostros.

La verdadera pobreza es la del espíritu que ha perdido el asombro, advertía Göethe en su gran Fausto. Y en ello México enfrenta una paradoja trágica: la reducción estadística de la pobreza convive con el empobrecimiento de las condiciones de vida y de muerte. En ellas se condensan el exceso de consumo, la ansiedad, el estrés, la soledad: la enfermedad del alma en una sociedad que ha hecho del rendimiento un nuevo dios y del cansancio su liturgia.

En esa lectura, nos alcanza la advertencia de Nietzsche ante la rebelión de los esclavos en la moral: la sociedad contemporánea adora la comodidad, pero teme la vida; proclama la libertad, pero rehúye la responsabilidad sobre el cuerpo y la comunidad. Lo que muere en México, además de las personas, es la posibilidad de un ethos vitalista que asuma la existencia como afirmación. En el fondo, el sufrimiento de las mayorías empobrecidas es la expresión de una voluntad de poder neutralizada, domesticada por el mercado y por la política.

Bataille habría visto en ello una forma de sacrificio sin sentido. La sociedad moderna convierte la muerte en residuo. Las defunciones por violencia -más de 33,000 homicidios y 9,000 suicidios- son el reverso de una comunidad que ha perdido el lazo y el duelo. Cada muerte violenta expresa no solo la precariedad material, sino la imposibilidad de compartir un sentido.

La pobreza no es la carencia de cosas, sino la esclavitud del deseo, planteaban Séneca y Marco Aurelio. Quien depende del exceso se empobrece de alma. Desde esa ética, el país que presume disminuir la pobreza mientras sus habitantes mueren por causas prevenibles vive en contradicción con la sabiduría más antigua: la de cuidar el alma como se cuida la polis. Porque el verdadero Estado justo no es aquel que distribuye dinero, sino el que procura vidas dignas y muertes dignas.

Si la Constitución mexicana reconoce el derecho a la salud y a la vida digna, entonces habría que repensar su cumplimiento más allá de los indicadores de cobertura; por ejemplo: una pregunta política decisiva no sería cuántas personas tienen acceso a servicios médicos, sino cuántas mueren por causas que podrían haberse evitado. Medir la pobreza por la mortalidad evitable sería reconocer que la justicia social debería estar dirigida al cuidado integral del cuerpo y de la mente.

Frente a todo lo anterior, quizá nuestra tarea más importante, filosófica, pero al mismo tiempo política, se encuentra en volver a dotar de sentido al morir y alejarnos de la espantosa realidad de tener muerte de perros, como alertaría Octavio Paz. Se trata pues, de rescatar la dimensión trágica y creadora de la existencia. Como escribió Goethe, “muere y deviene”, pues solo quien acepta la muerte como parte de la vida puede fundar un nuevo comienzo. Si la pobreza es hoy un modo de muerte anticipada, el desafío del pensamiento y de la política mexicana es devolverle al vivir su dignidad.

Investigador del PUED-UNAM

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