
Veintiún años después, la marcha blanca ya no convoca multitudes ni define el pulso de la seguridad en México.
En junio de 2004, más de un millón de personas llenamos Paseo de la Reforma para exigir un alto a la violencia, al secuestro y la impunidad. Éramos una sociedad sacudida por el miedo, desconfiada y convencida de la calle como último recurso para hacerse escuchar.
Ayer, la convocatoria de la generación Z a marchar de blanco y en silencio reunió a poco más de 200 personas. Síntoma político profundo. La seguridad tiene pendientes, pero ya no se vive, interpreta, ni se disputa de la misma manera.
La marcha de junio del 2004 ocurrió en un momento de quiebre. Fox gobernaba en la fragmentación, con policías descoordinadas y fiscalías débiles. La marcha blanca fue demostración masiva de repertorio de contención, la ciudadanía salió porque no tenía canales institucionales creíbles para procesar su demanda central: vivir sin miedo.
Desde entonces, el país transitó por una estrategia de seguridad marcada por la militarización, fragmentación criminal y aumento exponencial de la violencia. La llamada guerra contra el narcotráfico elevó cifras de homicidios, erosionó la confianza social y normalizó la excepcionalidad.
La marcha de ayer, convocada por una generación que no vivió el 2004, revela ese cambio generacional. Ese contraste se vuelve más evidente si se observa el Zócalo del 6 de diciembre. Más de 600 mil personas congregadas para escuchar a la Presidenta Claudia Sheinbaum; respaldo a un proyecto político y liderazgo con fuerza propia.
El dato es incómodo para quienes insisten en leer toda movilización como rechazo o manipulación. La seguridad es un terreno donde una parte significativa de la sociedad reconoce avances, aunque no niega pendientes.
Eso no significa que el problema esté resuelto, pero la conversación cambió de eje. Los homicidios dolosos disminuyeron 37 por ciento entre 2019 y 2025, y en el último año más de 38 mil 700 personas han sido detenidas por delitos de alto impacto.
En la Ciudad de México, ese giro es particularmente visible. Bajo la Jefatura de Gobierno de Clara Brugada, la seguridad se ha trabajado desde una lógica territorial con presencia policial, inversión social, recuperación del espacio público y robustecimiento del sistema de videovigilancia. Las llamadas al 9-1-1 —donde está una porción de la cifra negra—, operado por el C5, bajaron 17.6 por ciento.
Aquí aparece una clave analítica que suele perderse en el debate: las democracias contemporáneas ya no se legitiman solo por la protesta, sino por la capacidad de producir resultados cotidianos. La marcha blanca de 2004 fue posible porque la distancia entre gobierno y sociedad era abismal, la de ayer fue pequeña porque esa distancia, al menos en algunos territorios y para ciertos sectores, se ha acotado. Los niveles de aprobación de Sheinbaum y Brugada, entre el 75 y 70 por ciento, lo explican.
La seguridad se discute más en términos de políticas públicas —datos, estrategias, coordinación interinstitucional— que como consigna moral absoluta. La 4T movió el debate de la exigencia abstracta al diseño concreto: prevención versus castigo, inteligencia versus fuerza bruta, atención a las causas versus reacción tardía.
Eso no exonera al gobierno de sus pendientes. Persisten regiones con una deuda hacia las víctimas. Reconocer avances no implica cerrar los ojos ante tensiones, pero sí obliga a reconocer que el país no es el mismo de hace 21 años. El vacío de ayer en el Zócalo y el lleno de hace nueve días habla de una ciudadanía que prefiere disputar el rumbo desde el interior del proyecto político dominante, no desde su negación.